La Cuarta Teoría Política (4TPes)

Antena en español para una Cuarta Teoría Política

Rusia, metapolítica del otro mundo (y II)

EURASIA

por Adriano Erriguel – (Leer: Rusia, metapolítica del otro mundo I).

V


¿Hacia un imperio eurasiático?

El 29 de mayo de 2014 se firmaba en Astaná el tratado de creación de la Unión Euroasiática. Rusia, Bielorrusia y Kazajistán – pronto seguidos por Armenia – pasaban a formar un bloque de 180 millones de personas, con un 15% de la superficie terrestre del planeta. Europa y América observan con recelo. ¿Reconstitución del espacio soviético? ¿Hacia un nuevo imperio eurasiático?

Con el Tratado de Astaná “Eurasia” se convierte en una realidad geopolítica. No en vano el impulsor de esta iniciativa fue el Presidente de Kazajistán, Nursultán Nazarbayev, un eurasista convencido. Hasta el punto de haber fundado la “Universidad Nacional Eurasiática Lev Gumilev”, llamada así en honor del más célebre de los eurasistas rusos.

Es también significativo que la Unión Europea – que suele prodigarse en parabienes ante los procesos de integración regional – haya guardado en este caso un digno silencio. La Unión Europea es consciente de sus diferencias con la nueva organización regional. Mientras que Bruselas es hoy un laboratorio de la globalización, la Unión Eurasiática nace con vocación de bloque regional. Frente a la globalización global – modelo anglosajón – la Unión Eurasiática apuesta por una globalización parcial.

Para Occidente la nueva organización regional es un disfraz del imperialismo ruso. Y para muchos observadores el eurasismo es una “ideología orgánica” al servicio de los amos del Kremlin. ¿Hay algo de cierto en ello?


Lev Gumilev y la renovación del eurasismo

Decíamos arriba que la Universidad de Astaná ostenta el nombre de Lev Gumilev. Este historiador, etnólogo y antropólogo soviético continúa siendo, tras su muerte en 1992, el más célebre eurasista ruso. Su obra constituye el punto de inflexión entre el eurasismo clásico surgido en los años de entreguerras y el denominado neo-eurasismo ¿Cuál es la diferencia entre ambos movimientos? [62]

Una diferencia no sólo cronológica sino también de contenidos. Si el eurasismo tenía un perfil académico, el neo-eurasismo tiene un carácter básicamente polémico. Su campo de acción es la batalla de las ideas. Y en contraste con su predecesor, su corpus teórico es más permeable a las referencias europeas [63].

Otra peculiaridad del neo-eurasismo es que ya no se trata de un fenómeno exclusivamente ruso. Se ha descentralizado, por así decirlo. Un buen número de actores políticos e instituciones de Asia Central asumen el enfoque eurasista, de forma que tanto las etnias no rusas (kazajos, turcos, tártaros, kirguises, buriatos, calmucos) como el Islam postsoviético refuerzan su papel en la forja de Eurasia. La referencia euroasiática – conjugada en el tono de “amistad entre los pueblos”– se ha convertido en el elemento aglutinador de un proceso de integración regional que empieza por lo económico, pero que apunta ambiciones más amplias.

Pero lo que el neo-eurasismo ha ganado en extensión lo ha perdido también en cohesión interna. Se trata de un fenómeno polimorfo que varía según los contextos nacionales, y que se divide además en varias corrientes: hay un neo-eurasismo cultural como lo hay económico, geopolítico, altermundialista… El neo-eurasismo también se ha especializado.

No existe, entre eurasistas y neo-eurasistas, una lógica de maestros a discípulos. Los segundos tienden a considerar a los primeros como sus precursores e incluso difieren de ellos en aspectos esenciales. La obra de Lev Gumilev constituye, como señalábamos antes, el punto de inflexión.


Pasionariedad

Lo que a Lev Gumilev más le interesaba era el estudio de las “causas primeras”: aquellas que provocan la combustión de la historia, aquellas que ponen en marcha a los pueblos. Y consideraba que la más decisiva de las “causas primeras” consistía en un factor intangible, casi envuelto en el misterio.

Gumiliev daba el nombre de pasionariedad (passionarnost) al hecho de que ciertas etnias o individuos se comporten a veces, sin explicación racional aparente, de una manera extraña, realizando actos o hazañas que superan el horizonte de la vida cotidiana común a su entorno. La pasionariedad es una especie de energía explosiva, misteriosa, inexplicable, que pone en marcha a los pueblos y a las tribus” [64]. Para Gumilev “la gloria, la felicidad, la victoria, la acumulación de riquezas o de valores, el desarrollo de la cultura o de la religión (…) serían el producto de la pasionariedad, o sea en las antípodas del instinto de conservación, puesto que aquella puede llevar a un hombre a morir por sus ideas” [65]. Asociado al de pasionariedad, Gumilev pone en circulación otro concepto clave en su pensamiento: la etnogénesis; esto es, el “impulso cósmico” que transmite pasionariedad y que lanza al hombre a terrenos nuevos e inexplorados, antes inalcanzables.

Aunque el lenguaje empleado pueda resultar ambiguo, estas ideas no deben interpretarse en clave esotérica. La pasionariedad se define como un fenómeno no sólo psicológico sino también físico, como “un plus de ’energía química’ o ’cósmica’ recibida por ciertos hombres. Para apoyar su tesis, Gumilev recurre al concepto de biosfera, entendida como “entorno ecológico autorregulado” del que dependen los procesos energéticos que tienen lugar en el organismo humano. Así existe, según él, una vinculación entre el etnos como colectivo de individuos y la capacidad del hombre, en cuanto organismo vivo, para absorber la energía bioquímica de la materia viviente de la biosfera[66].

Se trata de un proceso – la etnogénesis – que el estudioso del eurasismo Stefan Wiederkehr resume del siguiente modo: “una serie de impulsos energéticos procedentes de la atmósfera conducen a mutaciones genéticas y a cambios selectivos en determinados individuos – que Gumilev denomina “pasionarios” (passionarii) – que se ven así empujados hacia objetivos más altos, frecuentemente ilusorios, que se sitúan por encima del valor de la vida humana. Cuando el impulso es suficientemente fuerte y el número de “pasionarios” en un grupo humano es suficientemente alto, tiene lugar la formación de un etnos. El etnos se define como una “totalidad sistémica” (sistemnaja celostnost) con pautas de comportamiento específicas y genéticamente determinadas. La reunión de varias etnias con un mismo nivel de pasionariedad da lugar a un superetnos. Un superetnos recorre normalmente un ciclo de auge, apogeo, inercia y decadencia que puede durar entre doce y quince siglos” [67].

Ni que decir tiene que las grandes conquistas tienen lugar cuando un etnos se encuentra en la cima de su pasionariedad. El diagnóstico de Gumilev es pesimista: el agotamiento progresivo de la pasionariedad coincide con la acumulación de medios tecnológicos y de valores ideológicos que redundan en la muerte interior del etnos. Éste pasa a diluirse en su entorno y a continuar existiendo “fuera de la historia”.

Para Gumilev, el sentimiento comunitario está también ligado a un alto grado de pasionariedad. “El sentido de pertenencia a una colectividad nacional es algo innato y no adquirido, cada ser humano pertenece genéticamente a la colectividad de sus padres. El proceso de etnogénesis está vinculado a un signo genético enteramente determinado”. La pasionariedad se presenta así – señala Marlène Laruelle – como “un atributo genético que se trasmite de manera hereditaria en el seno del etnos y que permite explicar los fenómenos que no están fundados en una deliberación racional” [68].

Gumilev imprime al eurasismo un gran giro, en cuanto que hace depender el desarrollo histórico no solamente de la geografía, sino también de los procesos bioquímicos y las determinaciones genéticas. Cada pueblo – según la edad biológica que Gumilev le asigna – conoce una tasa previsible de individuos con alto o bajo nivel de pasionariedad. En este sentido Europa y el superetnos ruso se encuentran en diferentes estadios de su recorrido cíclico. Rusia, según sus cálculos, tiene unos quinientos años de retraso y es por lo tanto “más joven”.


Neo-eurasismo e incorrección política

Así como Gumilev da a los factores étnico-biológicos una importancia ausente en el eurasismo clásico, también, en contraste con éste, se muestra muy crítico hacia el Islam. La conversión de la “Horda de Oro” al Islam en 1312 marca a su juicio “la ruptura de la simbiosis entre Rusia y el mundo mongol [69]. A partir de entonces el mundo tártaro pasa a integrarse en el superetnos musulmán y el Estado de Moscovia se convierte en el heredero legítimo del imperio de las estepas”. Gumilev se alinea con el eurasismo más ortodoxo cuando afirma que el mundo nómada no representa la alteridad, sino la identidad de Rusia. Y que la estepa sólo adquiere su sentido como parte orgánica del imperio. “Cualesquiera que sean sus diferencias reales, los tártaros no son un pueblo ajeno, sino interior al pueblo ruso” [70]. Al igual que en sus predecesores de los años 1920, la obra de Gumilev es una llamada para que Rusia descubra su “Oriente interior”.

Un elemento interesante de Gumilev– en cuanto políticamente escandaloso para la mentalidad actual – es su rechazo del mestizaje y la contraposición que realiza entre éste y la idea de simbiosis. La simbiosis es, para Gumilev, “la variante óptima del contacto étnico: cuando los etnos viven separadamente unos al lado de otros, manteniendo relaciones pacíficas pero sin inmiscuirse en los asuntos ajenos”. Esta “complementariedad positiva” no tiene nada que ver con la asimilación ni con el mestizaje: un concepto que Gumilev critica violentamente, puesto que “los pueblos no pueden mezclarse sin destruirse”. Igualmente señala – en una fórmula que hace pensar en Levi Strauss – que un cierto grado de endogamia es necesario, porque el mantenimiento de un “fondo genético” es lo que hace posible preservar las tradiciones étnicas y la cultura de un pueblo [71]. En ese sentido previene a sus compatriotas de que cualquier veleidad de ingresar en el “círculo de las naciones civilizadas” – es decir, en un superetnos extraño – conllevaría la asimilación, esto es, la extinción del superetnos ruso [72]. Gumilev califica al eurocentrismo de “aberración contra la humanidad” y le opone un principio que, muchas décadas después, se convertirá en un leit-motiv para los resistentes a la globalización: el policentrismo (lo que en lenguaje político actual se denomina multipolarismo).

La obra de Gumilev rebasa con mucho la interpretación sobre Eurasia. Se trata de una visión cíclica de la historia en la que se aprecian ecos de Giambattista Vico, de Oswald Spengler, de Mircia Eliade y de Arnold Toynbee. Una visión en la que asoma esa actitud trágica que ya estaba presente en Maistre, en Tolstoi y en Dostoyevski, y que es una constante de la gran cultura rusa.

¿Y si las teorías de Gumilev nos dieran, después de todo, una clave explicativa del desencuentro crónico al que Rusia y la Europa actual parecen abocadas? ¿Cuestión tal vez de diferentes niveles de pasionariedad? Europa ha querido desterrar lo trágico. Nietzsche se refería a las “respuestas feminoides e histéricas ante lo trágico de la existencia”, y con ello predecía el rumbo que terminaría tomando la sociedad europea. Una sociedad, según parece, con la pasionariedad bajo mínimos.


Apología de la barbarie

Si con Lev Gumilev el neo-eurasismo se confunde con una “ciencia del etnos”, con el politólogo Alexander S. Panarin se aproxima al pensamiento anti-globalización [73]. Señala Marlène Laruelle que, entre todos los neo-eurasistas, Panarin es el que mantiene una relación más sutil con Occidente. Si por un lado se muestra favorable a lo que él denomina “occidentalismo” – que él identifica con la tradición europea de liberalismo político –, por otro lado denuncia lo que denomina “occidentalización” (westernisation), entendida como el proceso impulsado por los Estados Unidos de capitalismo salvaje, decadencia moral y social e imposición de un modelo cultural uniforme. Panarin define la globalización como una democracia limitada a un grupo de privilegiados “sin fronteras”, mientras que el resto de la humanidad se ve consignada a “un mundo de conflictos de baja intensidad y a un ecocidio permanente”. Igualmente acusa a Europa de practicar un “racismo democrático” en cuanto que sólo acepta su propia interpretación de la democracia: la del “hombre blanco” de herencia cultural católica o protestante.

Como todos los neo-eurasistas Panarin comparte la perspectiva – teorizada por Samuel Huntington – del “choque de civilizaciones” como explicación del mundo de la post-bipolaridad. Será precisamente esa renovación de la consciencia “civilizacional” la que impida, según él, el “fin de la Historia” pronosticado por Fukuyama. Igualmente critica el “pensamiento único” que aspira a universalizar el modelo liberal norteamericano. Un intento abocado al fracaso. En realidad nos encaminamos hacia un mundo multipolar. Hacia un escenario en el que “el acceso a lo universal pasa por la patria”. No por la pequeña patria localista o étnica ni por la “nación a la occidental”, sino por la “gran patria” que sitúa a cada hombre en el contexto amplio de una civilización. Término este último que Panarin asimila al de imperio.

La filiación neo-eurasista de Panarin asoma en su creencia en las “invariables culturales” como explicación del sentido profundo de la historia. Ahí se sitúa en la estela de Herder, del romanticismo alemán y de los eurasistas de los años 1920. Al igual que éstos Panarin reivindica el papel histórico de los mongoles: el “yugo” tártaro sería el elemento positivo que habría permitido a Rusia dominar la estepa, transformarse en un imperio. La verdadera Rusia habría nacido en la Moscovia medieval “por la conjunción entre ortodoxia y estatismo mongol, entre rusos y tártaros”. La presunta “barbarie” de los mongoles habría sido, por lo tanto, el catalizador del destino histórico ruso. Pero la “barbarie” es algo más que una fase del pasado. Es también una “invariable cultural”. Y como tal continúa siendo, en pleno siglo XXI, un motor de la historia.

¿Apología de la barbarie? Lejos de ser una rémora de las sociedades preindustriales, la barbarie es postmodernidad en estado puro. Para Panarin “el futuro pertenece a aquél que se encuentra en retraso, al ’pueblo joven’ – noción hegeliana y herderiana – que podrá evitar los errores de las sociedades industriales y sortearlos”. No se trata en su caso del culto al “nómada virgen de toda cultura” llamado a regenerar las sociedades decadentes (tema recurrente del eurasismo clásico) sino de una inversión de criterios de valor: “la barbarie total no es el producto de una herencia arcaica sino el resultado de experiencias post-civilizacionales, de la superación de las tensiones y contradicciones del mundo moderno” [74].


¿Hacia un imperio posmoderno?

Igualmente postmoderna es la reivindicación – planteada por Panarin – del “imperio” como sinónimo de “pluralismo”. Así como existe un pluralismo centrado en los derechos sociopolíticos del individuo, existe también un pluralismo que no es político sino civilizacional. El pluralismo eurasiático es, en este sentido, el estricto contrario del occidental. Si éste exalta los derechos individuales mientras lamina las identidades colectivas, el modelo eurasiático prescinde de la democracia occidental, pero exalta las formas de vida y la autonomía de las naciones. Frente al modelo “republicano” con su democracia individualista se alza el imperio con su “democracia civilizacional”. El imperio sería además la fórmula que mejor se adecua a la naturaleza de Eurasia, en cuanto “materializa políticamente su horizontalidad geográfica” así como su diversidad nacional y religiosa. Frente a las implosiones regionales y étnicas – el caos del choque de civilizaciones – el imperio asegura una ideología del orden [75].

Pero no puede haber imperio sin Imperium, esto es, sin principios rectores. Para Panarin éstos deben buscarse en lo religioso. Lo religioso se asimila, en su lenguaje, a unos “valores morales” que otorgan legitimidad al Estado. A unos principios que “sacralizan los actos de la política” [76]. Como ideología del imperio lo religioso “fija un universal de cultura y de moral supraétnica, crea un tipo de comunidad espiritual que trasciende el localismo”. No se trata de un confesionalismo ni de una teocracia – lo importante no es el dogma ni los aspectos trascendentes de la fe – sino de “una religiosidad ritualizada y nacionalizada”, “secularizada” por así decirlo, que integre las religiones tradicionales de Eurasia. El hecho religioso toma así en Panarin – al igual que en la tradición eurasista – un cariz similar al que tenía en la antigua Roma: la religión como asunto de la polis [77].

En sus reflexiones sobre la globalización y la posmodernidad, en su defensa del multipolarismo, de la diversidad y del arraigo, en sus ideas sobre la sociedad postindustrial y la autolimitación del consumismo, en su invocación a los nuevos bárbaros, en su llamada a una resacralización del mundo y en su reivindicación del imperio, Panarin enlaza con ciertas corrientes no-conformistas europeas, tales como el ecologismo o la “Nueva derecha” francesa [78].

Una proximidad intelectual – la de la “Nueva derecha” – muy acusada en el más mediatizado de los pensadores neo-eurasistas, Alexander Duguin. Un personaje al que los “expertos” occidentales insisten en describir como el gurú de la extrema derecha rusa o como una especie de “Rasputin” del Kremlin. ¿Hay algo de cierto en eso?


Alexander Duguin: entre el neo-eurasismo y la cuarta teoría política

Alexander Duguin representa el neo-eurasismo más activista y más politizado. El más revolucionario también, en cuanto que se plantea como una insurrección radical contra la modernidad. Para ello Duguin no duda en recurrir a todas las armas de la provocación – el esoterismo, la agitación política, el ciberactivismo – desde un enfoque gramsciano de guerrilla cultural permanente. De entre todos los neo-eurasistas, Duguin es seguramente el menos condicionado por afanes de respetabilidad y consideración a las jerarquías. Tal vez por eso es también el más libre [79].

Para Duguin el eurasismo es ante todo geopolítica. Pero la geopolítica es para él “no una disciplina científica sino una Weltanschauung, una metaciencia que engloba otras ciencias y les da sentido. La geopolítica es una visión del mundo (…) que se encuentra al mismo nivel que el marxismo y el liberalismo. Es decir, al nivel de los sistemas de interpretación de la sociedad y de su historia”. Más que una ciencia la geopolítica es para Duguin la versión secularizada de un saber tradicional: la geografía sagrada [80].

La geopolítica está, por definición, al servicio del Estado en el cual se elabora. En el caso de Duguin, al servicio de la Rusia postsoviética. “Nuestro patriotismo – afirma – no es sólo emocional sino también científico, fundado sobre la geopolítica y sus métodos”. ¿Cuál es, a su juicio, el elemento vertebrador de la geopolítica rusa? Éste no es otro que la oposición (formulada en su día por H. J. Mackinder) entre la “civilización talasocrática” – marítima, anglosajona, de espíritu mercantilista – y la civilización continental – eurasiática, ortodoxa, musulmana, de espíritu “socialista” –. Una oposición irreconciliable tanto en el plano material como en el metafísico: si Occidente representa el ocaso, la decadencia, Eurasia – el país donde surge el sol – representa el renacimiento. Geopolítica y escatología se confunden así en unos enunciados que serían impensables fuera de la órbita cultural rusa.

Autor de un eclecticismo pasmoso, los referentes intelectuales de Duguin son preferentemente foráneos: el siglo XX europeo en su parte maldita. El núcleo duro de su pensamiento – su parte esotérica – se remite al tradicionalismo formulado por René Guenon y Julius Evola como una rebelión radical contra el mundo moderno. Igualmente esencial es su adhesión a los principios de la “revolución conservadora” alemana de los años 1920, a la filosofía de Heidegger y a los teóricos de la geopolítica clásica. La originalidad de Duguin consiste en haber “reabastecido” doctrinalmente el eurasismo en las fuentes no-conformistas europeas para reconducirlo hacia otra dimensión. De una escuela de pensamiento “de Rusia y para Rusia” el neo-eurasismo deviene así una teoría revolucionaria de alcance global; se “desterritorializa” y asume los rasgos de un antioccidentalismo activo, de un paradigma para los resistentes al nuevo orden mundial. “Un eurasista – señala Duguin – no es un habitante del continente eurasiático, sino más bien el hombre que asume voluntariamente la posición de una lucha existencial, ideológica y metafísica, contra el americanismo, la globalización y el imperialismo de los valores occidentales[81].

Ese neo-eurasismo metageográfico adquiere en Duguin un nombre: la cuarta teoría política. Una alternativa frente a las tres ideologías de la modernidad: el liberalismo, el marxismo y el fascismo/nacionalsocialismo. Derrotadas las dos últimas y revelándose el liberalismo como la esencia misma de la modernidad, la cuarta teoría política es para Duguin la síntesis de todo aquello que no es moderno: la premodernidad y la postmodernidad. Pero mientras la modernidad es global y uniforme, la pre-modernidad no lo es. Cada pueblo tiene la suya propia. Por eso el rechazo del orden mundial americanocéntrico, occidental y capitalista debe combinar necesariamente las tradiciones locales con las acciones revolucionarias globales, para desembocar en un proyecto de futuro multipolar [82].

“Situada en la zona de intersección de las tendencias culturales y civilizadoras del Este y del Oeste, Rusia está destinada – afirma Duguin – por el simple mérito de su posición geográfica, a devenir el motor de un bloque contra-hegemónico, de una alianza revolucionaria global que reúna a todos aquellos que se opongan a la hegemonía, al eurocentrismo y racismo implícitos en la idea de la universalidad de los valores occidentales y de su vía hacia la modernización. Frente a ello la unidad eurasiática representa un “postmodernismo alternativo”: la propuesta de un orden multipolar que toma como principio de organización no los Estados modernos (herencia del “sistema de Westfalia”), sino las civilizaciones. Frente a la civilización como inercia – el caso de los imperios premodernos – la civilización como objetivo y como proyecto.


¿Neofascismo a la rusa?

¿Es el neo-eurasismo duguiniano un neofascismo a la rusa? La caracterización que suele hacerse de Duguin como muñidor “rojo-pardo” de una alianza entre nacionalismo ruso y ultraderecha europea es una amalgama interesada. Muy poco tiene que ver Duguin con el nacionalismo chauvinista: una postura que le parece tan peligrosa como obsoleta [83]. Por otra parte su patriotismo no es “nacional” sino “estatista”: Rusia como Estado multiétnico y el pueblo ruso como un compuesto de diferentes etnias (el “pluralismo de civilizaciones” que decía Panarin) [84]. Si bien Duguin rechaza el modelo del mestizaje – que considera suicida para el pluralismo – no menos nefasta le parece la teoría de la “pureza racial”. Ambas actitudes conducen al etnocidio. Al igual que Alain de Benoist en Francia, Duguin trata de “desvincular la afirmación identitaria de la cuestión del nacionalismo” y defiende por tanto “un nacionalismo no xenófobo (…), racional y sereno, que se nutre de todo tipo fuentes alternativas: el fundamentalismo religioso, el tercermundismo y el ecologismo de izquierdas” [85].

Duguin presenta su “cuarta teoría política”, en primer término, como una “purga” de los elementos indeseables que están presentes en las tradiciones no-liberales: del socialismo se rechazan los aspectos ateos, materialistas y modernistas; del fascismo se rechazan el racismo y el nacionalismo. Pero – subraya Duguin – eso no nos proporciona, por simple adición mecánica, el resultado final. Éste sólo puede alcanzarse recurriendo a las fuentes de inspiración premodernas, a las tradiciones de cada pueblo; y sobre todo, construyendo el no-liberalismo del futuro. Se trata de una alternativa que debería ser “completamente nueva, inventada, descubierta, conquistada con dificultad, si así se prefiere. Tal vez surgirá como una revelación, pero debemos pensar y vivir en esa dirección – en la expectativa de una ideología contra-liberal” [86].

Una tarea abrumadora, si pensamos que el liberalismo ha cesado de ser una ideología o forma política para convertirse en el orden objetivo de las cosas. El liberalismo ha devenido biopolítica (Foucault), de forma que pensar fuera de él se hace hoy inconcebible. En esta tesitura se trata de abandonar la lógica liberal. De cortar el nudo gordiano. De construir la contra-hegemonía, la sociedad post-liberal del futuro. ¿Será Eurasia su laboratorio?


El sol rojo de Eurasia

La voluntad es más fuerte y más asombrosa en ese enorme imperio fronterizo donde Europa, por así decirlo, retrocede deslizándose hacia Asia, en Rusia. Allí la fuerza de voluntad ha sido almacenada y acumulada, allí la voluntad aguarda amenazadoramente – no sabemos si es voluntad de negar o voluntad de afirmar – para ser desencadenada.

FRIEDRICH NIETZSCHE, Más allá del bien y del mal

¿Es el eurasismo el nuevo nombre del imperialismo ruso? ¿Es la Unión Eurasiática el primer paso hacia la reconstrucción del espacio soviético? Las señales de alarma occidentales se disparan y apuntan hacia los neo-eurasistas como presuntos suministradores de la nueva ideología imperial. Una aseveración que merece relativizarse.

En primer lugar no se trata, en el proyecto eurasista, de la restauración bajo otro nombre del antiguo imperio zarista (modelo de la colonización) o de la reconstrucción de la Unión Soviética (modelo socialista). Se trata más bien de una integración regional voluntaria, inspirada – en sus aspectos procedimentales – en la metodología de la Unión Europea. ¿Eurasia como imperio postmoderno?

En segundo lugar, si bien el neo-eurasismo ha encontrado su lugar en la renovación del discurso patriótico de la era post-Yeltsin, ello no significa que sea la ideología oficial del Kremlin. Vladimir Putin, básicamente un pragmático, nunca ha adoptado un discurso explícitamente eurasista. Y si un teórico como Alexander Duguin puede tener cierta audiencia en círculos del poder, de ningún modo puede considerársele el “Consejero del Príncipe”. Duguin se limita a defender sus ideas, en concurrencia con otros muchos centros de influencia dentro del país. Una cuestión aparte es la de académicos como Lev Gumilev o Alexander Panarin: “sus teorías son presentadas – señala Marlène Maruelle – como norma científica y enseñadas a decenas de miles de estudiantes, por lo que es muy posible que Gumilev sea más pertinente que Duguin para comprender a la Rusia contemporánea” [87].

Ahí reside principalmente la fuerza del eurasismo: en su poder de penetración capilar en sectores clave de la sociedad rusa; en su capacidad de generar un discurso autóctono frente al nuevo orden mundial. La caída de la Unión Soviética dio paso a un vacío ideológico que se combinó con un deseo mimético de Occidente. Superada esa fase, el país eurasiático aprende a marchas forzadas una lección esencial : en un mundo globalizado, el hard power se revela inútil si no va acompañado de un soft power eficaz, sin una narrativa propia que contrarrestre la colonización del imaginario irradiada por el Occidente mundialista. La ventaja del eurasismo es que proporciona esa narrativa. Y ello en un doble nivel: en el plano racional y en el de la creación de imaginario, esto es, en el discurso mítico. Un elemento esencial este último, si a lo que se aspira es a trascender las elaboraciones intelectuales y a generar una auténtica fuerza movilizadora que se alce frente a la unificación cultural mundial [88].

La aportación del neo-eurasismo es precisamente ésa: la de situarse en la reacción mundial frente a la globalización. El neo-eurasismo transforma la especificidad rusa en “un modelo universal de cultura, en una alternativa al globalismo atlantista, en una visión también global del mundo” [89]. El neo-eurasismo retoma así uno de los rasgos más genuinos del pensamiento tradicional ruso: su carácter escatológico y mesiánico. El eurasismo deviene un arqueofuturismo [90], una “apología de la barbarie” que no duda en afirmar que, ante los estragos del desarrollismo occidental y el futuro postindustrial de nuestras sociedades, el “arcaísmo” de Rusia constituye en realidad una ventaja. Ante los obstáculos insalvables, los bárbaros prefieren siempre cortar el nudo gordiano. Tal vez sea en las estepas de Eurasia donde se resuelva el destino de la modernidad. En el Heartland de los geógrafos, en el corazón de la Isla mundial.


VI

“No hay alternativa”, decía Margaret Thatcher en los años 1980. El celebérrimo “TINA” (There Is No Alternative) se presentaba como el eslogan del (neo) liberalismo económico. Pero a lo que el eslogan en realidad se refería era a un modelo social total. A un modelo de dimensiones globales, económicas y políticas, sociales y culturales, que se configuraba ya como el “pensamiento único” de la posmodernidad occidental. La caída de la Unión Soviética confirmaría la exactitud del TINA: el mundo como supermercado y los Estados Unidos de América como su gendarme. ¿Fin de la Historia?

A comienzos de los años 1990 todo indicaba que el mundo post-soviético no tenía otra opción que la de pasar por el aro. o . El modelo occidental se configuraba como el único posible. “Las presiones de la economía global y de la sociedad tecnológica son demasiado fuertes como para que una nación, por muy orgullosa que esté de su tradición propia, pueda continuar sola (…). Si Rusia quiere ser fuerte, tendrá que occidentalizarse. Desaparecida su identidad comunista y sin ninguna otra identidad posible, tiene muy pocas opciones, aparte de la de convertirse simplemente (…) en otro país europeo “normal”, con un orden interno igualmente normal” [91]. Estas líneas – publicadas en 1999 por un sovietólogo norteamericano – condensan esa típica prepotencia occidental: la guerra fría ha terminado y nosotros la hemos ganado. No hay más que un mundo posible: el nuestro. El resto del planeta queda conminado a “normalizarse”.

Un panorama que, según parece, no acaba de cuajar. En la primavera de 2015 – casi dos décadas y media después del fin de la Unión Soviética – el Presidente norteamericano Barack Obama y la Canciller alemana Bárbara Merkel constataban escandalizados que “Putin es de otro mundo”. Efectivamente, podemos constatar nosotros. Putin es de otro mundo. Del suyo. ¿Cómo es eso posible? ¿Son acaso posibles “otros mundos”? ¿Acaso hay vida fuera de la “normalidad” occidental? [92]


Experimento con un pueblo

“Esto es un paraíso para los inversores (…) imposible describir la rapidez con la que este país podría parecerse a los Estados Unidos”. (Publicidad de fondos de inversión norteamericanos en los años 90)

El “fin de la historia” decretado por los vencedores de la guerra fría encontró su banco de pruebas en un país roto, desmoralizado, sumido en una crisis de identidad. La caída de la Unión Soviética brindaría a Occidente un nuevo laboratorio para testar las terapias neoliberales. Tarea ésta que de ningún modo podía confiarse a los propios rusos. ¿Quién mejor que los Estados Unidos para ejercer la tutela adecuada?Al igual que hicieron con la Europa arrasada por la guerra, los Estados Unidos convertirían a la Rusia arrasada por el comunismo en un país democrático y capitalista. Las lecciones serían tan simples como duras.

“Terapia de choque” es el término acuñado por Naomí Klein para definir el uso de las catástrofes y de la conmoción social que generan para avanzar políticas impopulares. En el caso de Rusia se aplicaría todo el recital de la “Escuela de Chicago”: “monetarismo férreo, austeridad presupuestaria, supresión de los subsidios al consumo y al bienestar, privatización completa de las empresas estatales, apertura de los mercados a los inversores internacionales y reducción al mínimo del aparato estatal. Todo ello acompañado de los habituales préstamos del Fondo Monetario Internacional ’si Rusia cumple las condiciones necesarias’” [93].

Procedentes de Estados Unidos, legiones de misioneros políticos y de evangelistas del libre mercado llegaron a Rusia en calidad de “expertos” y se insertaron en los partidos políticos, sindicatos, medios de comunicación, escuelas, administraciones y hasta en el propio gobierno. Con celo misionero “distribuyeron dinero entre políticos afines, aleccionaron a ministros, redactaron leyes y decretos presidenciales, revisaron programas políticos y prepararon la reelección de Boris Yeltsin en 1996” [94].

De forma típicamente hollywoodense esta cruzada se vio acompañada de una narrativa maniquea: a un lado los “buenos” – el Presidente Yeltsin y su retahíla de “jóvenes reformadores” – y del otro lado las fuerzas de la oscuridad: una horda antirreformista de comunistas, nacionalistas y otros “dragones políticos” escondidos en sus cavernas parlamentarias. Seguramente por eso (democracia obliga) Boris Yeltsin se vio forzado a disolver el Parlamento cuando, en octubre de 1993, éste rehusó plegarse a las demandas de austeridad del FMI; y seguramente por eso – y para evitar su destitución por aplastante mayoría – el Presidente ruso se vio obligado a asaltarlo, con un resultado de 500 muertos, 1000 heridos y el aplauso del Occidente civilizado ante esta victoria de la democracia.

Desembarazado de incordios parlamentarios, Yeltsin continuó su terapia de choque con las bendiciones de Washington. El sistema soviético fue sustituido por un conglomerado corporativo integrado por antiguos apparatchick comunistas, principales beneficiarios de la venta de empresas estatales. Todo ello con el apoyo de los inversores occidentales que se lucraban en los procesos de privatización. El país pasó a ser dirigido por los “oligarcas”: un grupo de nuevos ricos que se dedicaron expoliar las riquezas del país y a exportar sus beneficios a paraísos fiscales, a un ritmo calculado de 2.000 millones de dólares al mes.
Con la hiperinflación y la consiguiente volatilización de ahorros, salarios y pensiones, el nivel de vida descendió a condiciones de miseria. Todo ello – junto al estallido en 1994 de la primera guerra de Chechenia – revirtió en el rechazo masivo de la población hacia Yeltsin. Ante las elecciones previstas para junio de 1996, el Presidente se situaba en quinto lugar de intención de voto. Frente a la perspectiva cierta de que el líder comunista Guennadi Zyuganov se convirtiera en nuevo Presidente, los oligarcas y sus aliados occidentales pasaron a la acción.


Los costes de la “sociedad abierta”

Ningún recurso fue ahorrado para asegurar la reelección del candidato de Washington. Los “hombres de negocios” Boris Berezovskiy y Vladimir Gusinskiy forjaron una alianza entre los principales oligarcas para volcar sus recursos en la campaña electoral de Yeltsin. Éste obtuvo un apoyo financiero que centuplicó los límites legales – límites que sí se aplicaron a las otras fuerzas – así como un monopolio de facto de los medios audiovisuales, impresos y electrónicos, en su mayoría controlados por los oligarcas. A instancia de los Estados Unidos, Rusia obtuvo un préstamo del FMI, lo que permitió pagar sueldos y pensiones justo antes de las elecciones. A todo ello se añadió el acoso de los candidatos rivales, el sabotaje sistemático de sus campañas y el fraude electoral entre la primera y la segunda vuelta de las votaciones. Finalmente un desaparecido Boris Yeltsin –sólo presente a través de imágenes pregrabadas – ganó las elecciones por un 53%. Nuevo aplauso del Occidente civilizado.

La época comprendida entre 1996-1999 fueron los años rock & roll de oligarcas, ventajistas y mafiosos de toda laya en un régimen de “capitalismo de frontera” manufacturado por los “Chicago boys”. Para la mayoría de la población los resultados fueron devastadores. “Nunca tantos perdieron tanto en tan poco tiempo”, subraya Naomí Klein. En 1998 el balance era elocuente: un 80% de agricultores en bancarrota; unas 70.000 empresas estatales cerradas; unos 74 millones de pobres – de los cuales 37 millones en situación “desesperada”–; desempleo, criminalidad, drogas, suicidios y SIDA en progresión geométrica; y un declive demográfico calculado en 700.000 personas por año. “Libertad de elegir”, que diría Milton Friedman. La “sociedad abierta” tiene sus costes.

Paralelamente Estados Unidos y sus satélites desplegaron una estrategia de acorralamiento geopolítico del antiguo adversario. En 1991 Gorbachov había aceptado la unificación de Alemania contra la promesa americana de no extender la OTAN hacia el Este. Una promesa rápidamente incumplida. La expansión de la OTAN culminó en la integración de toda Europa oriental en la Alianza Atlántica. Las guerras de Chechenia – fomentadas por los servicios secretos norteamericanos, directamente o por intermediarios saudíes y pakistaníes – sirvieron tanto para debilitar a Rusia como para fortalecer el proceso de expansión de los conglomerados energéticos angloamericanos en la cuenca del Caspio. En 1999 la OTAN bombardeó Serbia – aliada tradicional de Rusia en la zona – y, contra toda legalidad internacional, seccionó el país para crear el Estado de Kosovo. En el ámbito del desarme la Alianza Atlántica rechazaba las propuestas rusas de desnuclearización y los Estados Unidos denunciaban, en el año 2001, el tratado Anti-Misiles Balísticos (ABM) [95].

Se hacía la luz sobre una realidad de fondo: el rechazo al comunismo encubría una hostilidad permanente hacia Rusia; una hostilidad que existía antes de la Unión Soviética y que sobrevivía a su final. Para los Estados Unidos el objetivo es siempre el mismo: expulsar a Rusia del Báltico, del Caspio y del Mar Negro, extender siempre al Este las fronteras de la OTAN, tomar el control del Cáucaso y Asia Central, controlar los recursos energéticos en tránsito. Tras el fin de la guerra fría – escribía Zbigniew Brzezinski – el espacio ex soviético se convertía en un “agujero negro” que convenía controlar a toda costa para asegurar la “pax americana” [96].

En 1999 un oscuro apparatchick era promovido por el entorno de Boris Yeltsin para suceder a éste en la Jefatura del Estado. Un hombre leal, que aseguraría al ex presidente un apacible retiro. Un hombre de paja, que sería teledirigido por los auténticos dueños del país.


Moscú, año cero

Durante algunos años Rusia se mantuvo en el fiel de la balanza, en el “año cero” de un cambio de civilización. Pero algo falló. El coste humano provocado por la ingeniería social del liberalismo fue demasiado alto. Y la arrogancia del vencedor provocó en Rusia una reacción en sentido contrario. Con una precisión de artificiero Vladimir Putin se encargaría de desmontar, paso a paso, el sistema legado por Boris Yeltsin.

La historia es bien conocida. Los oligarcas fueron apartados del poder político – cuando no acabaron exiliados o en prisión. El poder de los gobernadores regionales fue reducido, las tendencias centrífugas suprimidas, el Estado central reforzado: restablecimiento, en suma, de la “vertical del poder”. La recuperación del tejido productivo fue estimulada, los programas sociales restablecidos, la demografía fomentada. Los medios de comunicación cesaron su propaganda antiestatal y un nuevo espíritu de patriotismo encontró su cauce de expresión pública. En el orden internacional se reafirmó el papel de Rusia como una potencia con intereses específicos. Se formuló la apuesta por un orden mundial multipolar y se ejerció un contrapeso sistemático a las tendencias hegemónicas de los Estados Unidos.

Todo este programa fue realizado bajo la dirección de un hombre que es ante todo un pragmático. Un realista político con una desconfianza refleja ante los intelectuales, las ideologías y los dogmas, pero que encarna como pocos el patriotismo instintivo de las masas rusas. En ese sentido Putin es la imagen de su pueblo. Pero eso abre también un interrogante. Porque el puro pragmatismo no es, de por sí, una política, si no está al servicio de una idea superior. De una metapolítica.

¿Existe hoy una metapolítica de Rusia? ¿Ofrece ésta una alternativa al hegemonismo occidental? ¿Se encontrará Rusia, una vez desaparecido Putin, de nuevo en el “año cero”?


Centrismo patriótico

La desaparición del marxismo-leninismo dejó tras de sí el vacío. El programa de reconstrucción se enfrentaba, pues, al desafío de definir su propio modelo. ¿Una nueva “idea rusa”?

El empacho doctrinario soviético había generado entre los rusos una comprensible aprensión ante todo lo que oliera a “ideología oficial”. “Ninguna ideología será proclamada como ideología estatal o como obligatoria”, proclama la Constitución de la Federación Rusa de 1993. “Rusia Unida”, el partido promovido por el Kremlin, funciona más como un barómetro electoral de Putin que como portador de una ideología estatal. El discurso oficial se conjuga en el terreno de los “valores” (con el patriotismo como valor supremo) más que en el de la ideología. La clave de la popularidad de Putin consiste en su capacidad de transformarse en un espejo donde cada ciudadano – ya sea demócrata, comunista o nacionalista – ve lo que quiere ver. “Una figura fuerte y paternal y un balsámico discurso democrático. El discurso de Putin – señala Alexander Duguin – es como una terapia, como un om budista que contiene oposiciones irreconciliables, pero que evita a los oyentes hacer esfuerzos intelectuales” [97].

El “sistema Putin” no es fácilmente definible. Los expertos abundan en fórmulas que enlazan términos contrapuestos: “democracia administrada”, “monarquía electoral”, “autocracia electiva”, “democracia iliberal”, “pluralismo dirigido”. Pero todos los observadores – incluso los más críticos – admiten que goza de muy alto grado de legitimación popular. Aún suponiendo que la limpieza del proceso electoral no reúna todos los estándares exigibles, todos coinciden en que el Presidente Putin cuenta con uno de los más altos índices de apoyo entre los líderes mundiales. ¿A qué responde esa realidad? [98].

La primera respuesta (la más obvia) es que Putin se beneficia de la comparación con Gorbachov y con Yeltsin, todavía recordados como una pesadilla. Pero ésa es una explicación superficial. Más adecuado es decir que Putin consiguió encarnar una fórmula ganadora: el nacionalismo (patriotismo) más el liberalismo (las reformas económicas) [99]. Putin estableció una fórmula de consenso público, una especie de “centro” político a la rusa: el patriotismo como cemento de la adhesión popular y el liberalismo económico como respuesta a los desafíos de la globalización. Durante su primer mandato (2000-2004) Putin puso en marcha un paquete de reformas que resultaron en un crecimiento económico sostenido. En el plano internacional, sus primeros años estuvieron marcados por su acercamiento a Europa y por la búsqueda de una relación fiable con los Estados Unidos.

El “sistema Putin” se presenta como eminentemente conciliador. El pasado zarista, la etapa soviética y la civilización ortodoxa encuentran su lugar dentro de un gran relato nacional en el que, sin ocultar los aspectos críticos o negativos, se resalta la continuidad y los logros del pueblo ruso. La gran habilidad del sistema reside pues en su encarnación de un “centrismo patriótico” despolitizado. La tentación de la apoliteia. Ahí reside también su gran riesgo.

Las “revoluciones de colores” de los años 2003-2005 en Georgia, Ucrania y Kirguistán dieron la señal de alarma. ¿Ensayo general para una revolución en Rusia? El Kremlin volvía a descubrir que las ideas cuentan. Haría falta algo más que un “patriotismo consensual” para contrarrestar los intentos, cada vez más agresivos, de empujar al país a otra “era Yeltsin”.


Democracia soberana

El principal intento de teorización que el “sistema Putin” haya producido hasta la fecha fue elaborado por el ideólogo del “Rusia Unida”, Vladislav Surkov. En un discurso pronunciado en 2006 Surkov defendió la necesidad de una ideología. Y comenzó a trabajar en un cuadro teórico que volviera a situar a Rusia en la batalla de las ideas [100].

Surkov parte de una idea: en el contexto de la globalización Rusia no puede aislarse sino que debe liderar el proceso. Para lo cuál necesita un despegue económico y una robusta clase media. Pero la globalización no debe entenderse como inmersión en un orden mundial hegemónico, sino como un sistema articulado en torno a diversos polos (multipolarismo) entre los cuáles se encuentra Rusia. Surkov rechaza que la democracia rusa deba plegarse a una pretendida superioridad moral de Occidente. Y propone una fórmula alternativa: democracia soberana. La soberanía como sinónimo de competitividad, que a su vez implica independencia económica, poderío militar e identidad cultural.

¿Democracia adjetivada? El matiz “soberano” es importante, en cuanto que marca la separación entre el sistema ruso y la “democracia sin adjetivos” de la Unión Europea. En esta última la democracia se focaliza en los derechos individuales mientras que la “soberanía” se reduce a un constructo legal, porque en realidad no hay independencia económica, ni capacidad ni independencia militar, ni identidad cultural más allá de la adhesión la democracia y los derechos humanos. En el sistema ruso, por el contrario, la democracia es indisociable de la soberanía del demos, que a su vez se identifica con la capacidad real para actuar como nación y como Estado. Algo que, si bien puede recordar al siglo XIX, no deja de inscribirse en una dinámica muy del siglo XXI: la de la revuelta mundial contra la globalización. La “democracia soberana” se plantea en suma como un rechazo de la pax americana, como un modelo para los países deseosos de liberarse de las presiones occidentales y definir así sus propias prioridades, sus ritmos de desarrollo y su jerarquía de valores.

Las concepciones de Surkov pasaron a moldear el discurso de “Rusia Unida”. Un discurso que recupera una serie de temas de larga presencia en la metapolítica de Rusia. En primer lugar la disociación entre Occidente y Europa: el primer concepto incluye a los Estados Unidos, el segundo los excluye. Europa se identifica como un principio intemporal y la europeidad como una identidad, mientras que la Unión Europea es denunciada como una estructura burocrática vacía de legitimidad popular. En palabras de Surkov: “no abandonar Europa, defenderse de Occidente. He ahí el elemento matriz de la construcción de Rusia” [101].

Otro elemento de la tradición política rusa – soviética en este caso – recuperado por “Rusia Unida” es la reivindicación del internacionalismo, al que paradójicamente se le imprime un giro anti-universalista: el internacionalismo como “unión de nacionalismos” y alternativa a la mundialización. “Rusia está preparada – señala un manual del partido – para asumir su papel de “frontera de civilizaciones””. Un aspecto que enlaza con otra idea, tan intemporal como específicamente rusa: la reivindicación de una misión mundial como “necesidad de política interior, una condición insoslayable para la estabilidad del Estado ruso” [102].


Autoritarismo plebiscitario

La “democracia soberana” implica sobre todo una idea que Putin expresa en estas palabras: “la época en la que formas de vida prefabricadas podían imponerse sobre los países como si fueran programas de ordenador, ha pasado ya” [103] Los intentos de “normalizar” Rusia desde el extranjero – ensayados hasta la saciedad en la era Yeltsin – han sido rechazados por la mayoría del pueblo ruso. Lo que subyace en el fondo es una cuestión de soberanía espiritual. Pero la pregunta es: ¿es la “democracia soberana” realmente democrática?

Para el neo-eurasista Alexander Duguin en Rusia “no hay democracia”. Al menos no en el sentido habitual del término. Lo que hay es una sociedad de rasgos tradicionales con una fachada democrática. Una sociedad vertebrada por tendencias “monárquicas”, por el deseo arraigado de una “figura fuerte” al frente del país – al que se percibe como una “gran familia” que requiere un “padre” –, de forma que es el propio pueblo el que “crea las condiciones necesarias para un gobierno autoritario, liquidando así la sustancia de la democracia y devolviendo el poder a las autoridades, representadas por la figura del padre”. Un resultado que, en cualquier caso, no empaña la legitimidad o legalidad democrática del proceso. “Autoritarismo plebiscitario”, lo llama Duguin [104].

La mayoría de los sondeos independientes realizados en Rusia corroboran esta tesis. Las encuestas sociológicas realizadas en torno a los “valores democráticos” (derecho al voto, división de poderes, competencias del Parlamento, etcétera) concitan indiferencia cuando no hostilidad. Pero lo que sí se plebiscita es la idea de patria, de Estado y de potencia. Ésas son las ideas con las que la población se identifica, los valores que la mayoría quiere ver representados en la Jefatura del Estado.


El Imperio contraataca

Recién caída la Unión Soviética el disidente soviético Alexander Zinoviev había previsto que los Estados Unidos pasarían a la fase siguiente: la “guerra tibia”. Cabe también pensar que, en realidad, la guerra fría no se detuvo nunca.

El período de gracia entre Putin y Occidente tuvo un corto recorrido. “Quien no está con nosotros está contra nosotros” proclamó George Bush tras el 11 de septiembre 2001. Poco amigo de ultimátums, Vladimir Putin se negó a alinearse en 2003 con la invasión norteamericana de Irak. Incluso llegó a amagar con un eje París-Berlín-Moscú. Estaba claro que la era de Yeltsin había pasado. A los ojos del Imperio, Vladimir Putin ya estaba marcado. Episodios como la doma de los oligarcas, el restablecimiento de la “vertical del poder”, la victoria final en Chechenia, el encarcelamiento del oligarca Khodorkovsky y asuntos escabrosos como los asesinatos de la periodista Anna Politovskaya y del espía Alexander Litvinenko sirvieron para alimentar en Occidente el fantasma del ex-agente del KGB, nostálgico de la Unión Soviética. El “mundo libre” había encontrado a su nuevo villano.

En el año 2004 una serie de revueltas “espontáneas” en Georgia y en Ucrania llevaron al poder a los líderes patrocinados por Washington. El instrumento: la “sociedad civil” – ONGs, asociaciones estudiantiles, medios de comunicación – como vehículos del soft power occidental. Las “revoluciones de colores” marcaron el punto de no retorno [105]

En la conferencia de seguridad de Munich, en febrero 2007, Putin denunció el intento de los Estados Unidos de imponer su modelo económico, político, cultural y educativo sobre al resto del mundo. Las intervenciones militares de los Estados Unidos – afirmaba el Presidente ruso – suponen el entierro del derecho internacional. Y la política americana de cerco hacia Rusia equivale a un nuevo “telón de acero”.

Por primera vez desde el fin de la guerra fría una gran potencia internacional denunciaba el orden mundial americano. Y lo hacía para invocar un nuevo modelo: el multipolarismo. Las máscaras habían caído

Los Estados Unidos intensificaron su ofensiva. En el plano estratégico Washington anunció su intención de desplegar un escudo de defensa antimisiles (ABM) en Polonia y en la República Checa. Oficialmente dirigido contra Irán y Corea del Norte, este despliegue estaba dirigido a romper el equilibrio estratégico con Rusia, poniendo a este país en el disparadero de otra carrera de armamentos. La OTAN, por su parte, anunció su intención de extenderse a Ucrania y a Georgia. Y este último país, confiado en el apoyo incondicional de los Estados Unidos, se lanzó en agosto 2008 a una campaña de limpieza étnica contra el enclave rusófono de Osetia del Sur, lo que motivó una reacción militar de Rusia. La crisis concluyó con la división de Georgia y la segregación de Osetia del Sur y de Abjazia, que se ampararon en el precedente abierto por la OTAN en Kosovo.

En el plano energético los Estados Unidos centraron sus esfuerzos en dificultar el abastecimiento de gas y petróleo ruso hacia Europa, impidiendo así la integración energética del continente. El pulso geopolítica se extendió también a Oriente medio: a la alianza entre Moscú y Teherán Occidente replicó con la desestabilización de Libia y de Siria, aliados tradicionales de Rusia en la zona. Las hostilidades se ramificaban en múltiples direcciones…

Pero a diferencia de épocas anteriores, la guerra del siglo XXI abarca tanto los aspectos político-militares como los culturales. Es lo que el filósofo italiano Constanzo Preve llamaba la “cuarta guerra mundial”, que es ante todo una guerra cultural [106]. Es lo que Alexander Duguin llama “guerras en red” (Network wars), que son ante todo guerras de información. Nos encontramos ante un fenómeno eminentemente postmoderno en cuanto no se rige por la lógica de fuerza de los conflictos “sólidos” – en los que la división amigo-enemigo está bien delimitada – sino que se dirime en el ámbito intangible y “líquido” de las representaciones del mundo. La “cuarta guerra mundial” – decía Preve – es una guerra geopolítica y cultural global encabezada por el imperio mesiánico de los Estados Unidos contra el resto del mundo “rebelde”. Su teatro de operaciones principal es el “poder blando” (soft power): la capacidad de atracción cultural, la penetración en el imaginario del adversario.

Una técnica que el Kremlin se vería obligado a aprender a marchas forzadas.


La revuelta de los privilegiados

En mayo 2008 Vladimir Putin cedió la Presidencia de la Federación a Dmitri Medvediev y pasó a ocupar el cargo de Primer Ministro. Una decisión respetuosa con la letra de la Constitución pero que encerraba también una estrategia para aplacar a Occidente: el “liberal” Medvediev – así se hizo creer – imprimiría un tono occidental a la política rusa. Pero pasados cuatro años Putin anunció que concurriría de nuevo a las elecciones presidenciales. El juego quedó al descubierto y las democracias occidentales se llamaron a engaño. El escenario adecuado para una nueva revolución de colores.

La oleada de protestas desencadenada en Moscú entre diciembre 2011 y mayo 2012 siguió al pie de la letra el guión que tan buenos resultados había dado en Kirguistán, en Georgia y en Ucrania: descalificación –– por “fraudulento”– del proceso electoral, movilización de la “sociedad civil”, cobertura sobredimensionada por los medios occidentales, storytelling de los “indignados” – la “nueva Rusia” frente a las “fuerzas del pasado”, etcétera –, simbolismos coreográficos (la “revolución de la nieve”, los “lazos blancos”), agitación “espontánea” de las redes sociales e histeria “solidaria” de artistas y celebrities. Pero a diferencia de los países anteriores, Rusia no es lugar para revoluciones de diseño. En realidad las movilizaciones de la Plaza Bolotnaya y otros lugares en Moscú – que llegaron a congregar en su mejor momento a unas 80.000 personas – representaban a un porcentaje ínfimo de la población rusa. Desde luego un número bastante más reducido al de las manifestaciones de apoyo a las autoridades. Pero su importancia reside en que fueron las primeras demostraciones de protesta que desafiaban a Putin. ¿Quiénes eran los manifestantes de la plaza Bolotnaya?

La “revolución de la nieve” no fue una consecuencia de las penurias materiales o de las políticas económicas de Putin, sino un resultado de su éxito. Señalan los analistas británicos Fiona Hill y Clifford G. Gaddy que los “revolucionarios” eran “programadores informáticos, ejecutivos, abogados, ingenieros, periodistas y banqueros. Los relativamente privilegiados social y económicamente, no los desfavorecidos. Eran gente que consumía a niveles europeos y que esperaban ser tratados como europeos en todos los aspectos, incluido el político” [107]. Se trataba, en resumen, de la burguesía media y alta criada en la estabilidad del país en 2000-2012. La nueva clase globalizada y consumista. Los aliados objetivos de la guerra cultural de Occidente.

Las protestas de los años 2011-2012 dejaron bien patente que, en el contexto de la guerra cultural global, la despolitización equivale a un suicidio. La batalla por el futuro se juega – en contra de lo que decía Marx y según lo que decía Gramsci – no en la economía sino en la cultura, en el “poder blando” de las ideas.
Las protestas tuvieron otro efecto: el de poner frente a frente a las fuerzas en liza. Estas fuerzas se reúnen – según el análisis realizado por Alexander Duguin – en tres zonas políticas, en “tres Rusias”.

“Rusia 1” es el “sistema Putin” puro y duro: el centrismo patriótico; el compromiso entre nacionalismo y liberalismo; el partido “Rusia Unida” y la “democracia soberana” de Vladimir Surkov; los funcionarios y los conformistas que siempre se adaptan al orden establecido.

“Rusia 2” es la “revuelta de los privilegiados”: la clase alta globalizada que considera que Rusia debe “normalizarse” al gusto occidental.

“Rusia 3” es, según Duguin, el segmento más numeroso y también la gran incógnita, en cuanto que es el menos ideologizado y el menos organizado. “Rusia 3” se mueve por un patriotismo instintivo, por el deseo de un Estado fuerte, por una desconfianza igualmente instintiva ante los experimentos forzados de occidentalización.

El equilibrio entre las tres Rusias, concluye Duguin, tiene los días contados. “Rusia 1” no es viable a la larga, porque el compromiso no equivale, en ningún caso, a la síntesis. Y “Rusia 2” y “Rusia 3” tienden, por su dinámica interna, a exacerbar sus apuestas. Es la dialéctica llamada a radicalizarse: la oposición entre las élites y los nuevos ricos consumistas versus las masas patrióticas y socialmente orientadas [108].

Y en eso estalló la crisis de Ucrania.

¿De quién será el futuro?


VII


La hegemonía y sus armas

El gran tablero – decía Zbigniev Brzezinski. Rusia es la pieza a batir. El juego se llama hegemonía.

Mal se comprenderá el sentido de la nueva “guerra fría” si no se la sitúa en el contexto de una batalla global por la hegemonía. Antonio Gramsci daba una definición precisa de ese termino. “Hegemonía” es – según el teórico italiano – “el dominio que no es percibido como tal por aquellos sobre los que se ejerce”.La hegemonía no necesita ser enfatizada ni declarada, existe como un hecho, es más implícita que expresamente declarada. El liberalismo occidental – desde el momento en que ho y es percibido como la realidad objetiva, como la única posible – es una forma de hegemonía. La otra forma, complementaria de la anterior, es la hegemonía norteamericana.

La hegemonía cuenta hoy con dos instrumentos principales. Uno de ellos es la proyección del poder político, económico y militar de Estados Unidos como gendarme universal y como “imperio benéfico”. Es el unipolarismo reivindicado sin tapujos por los neoconservadores norteamericanos. La otra manera – tanto o más efectiva a la larga – es la “globalización” entendida como diseminación de los valores occidentales. Se trata, ésta, de una “hegemonía disfrazada”, en cuanto no se ejerce en nombre de un solo país, sino en nombre de unos códigos supuestamente universales pero que sitúan a Occidente en la posición de “centro invisible” [109].

Las armas de esta forma de hegemonía son ante todo culturales. Una gran empresa de exportación de “Occidente” al conjunto de la humanidad. Quede claro que todo ello no responde a una lógica “conspirativa” sino sistémica: Occidente es un gran vacío que no puede cesar de expandirse. “El desierto crece”, que decía Nietzsche. Cuando los países tratan de defender su relativa independencia, la hegemonía forma su “quinta columna”. Aquí hay una cierta ironía de la historia. De la misma forma en que la Unión Soviética utilizaba a los partidos comunistas locales como “quinta columna” para la subversión del mundo capitalista, los Estados Unidos utilizan hoy a sus filiales de la “sociedad civil” como agentes de subversión de las sociedades tradicionales.

Las “revoluciones de colores” o el amago de la “revolución de la nieve” en Moscú ofrecen ejemplos de manual. Las elites globalizadas y consumistas, las ONGs engrasadas con dinero occidental, los medios de comunicación “independientes”, las llamadas “clases creativas” – burgueses-bohemios, artistas “transgresores”, minorías sexuales organizadas – y una juventud estandarizada en la cultura de masas, imbuída de una sensación de protagonisto. Todos ellos pueden ser – convenientemente trabajados por el soft power – eficaces agentes de aculturación. Esto es, de imposición de los valores y de los cambios deseados desde el otro lado del Atlántico. Difusión de ideas y valores, ahí está la clave. Los programas de intercambio académico son tan necesarios como el agit-prop cultural. La formación de elites de recambio en Occidente es un elemento esencial de todo el proceso.

La batalla del soft power no consiste en dos ejércitos bien alineados, con fuerzas disciplinadas lanzándose a la carga. Consiste más bien en una cacofonía en la que innumerables voces pugnan por ser oídas. De lo que se trata es de orientar el sentido de esa cacofonía. La clave de la victoria reside en una idea: quien impone el terreno de disputa, condiciona el resultado. Por ejemplo, si el terreno de disputa es la dialéctica “valores modernos versus valores arcaicos”, está claro que el bando que impone esa visión del mundo llevará siempre la ventaja. Cuando el adversario intente “modernizar” sus valores – conforme a la idea de “modernidad” suministrada por la otra parte – estará implícitamente desautorizándose y reconociendo su inferioridad. La insistencia del soft power occidental en erosionar una serie de consensos sociales caracterizados como “tradicionales” se inscribe en esa dinámica: ése es su terreno de disputa [110].

La fractura del vínculo social. Entre jóvenes y viejos, mujeres y hombres, laicos y creyentes, “progresistas” y “conservadores”. Los llamados “temas societales” son un instrumento privilegiado por su capacidad de generar narrativas victimistas, idóneas para ser amplificadas por el show-business internacional. El objetivo es siempre proyectar una imagen opresiva, odiosa e insufrible del propio país – preferentemente entre los más jóvenes y los sectores occidentalizados – y crear una masa social crítica portadora de los valores estadounidenses [111].

Se trata de una apuesta a medio o largo plazo que en Rusia se enfrenta a no pocas dificultades. La desintegración de la Unión Soviética coincidió con un vacío de valores que dio paso al cinismo, a la degradación moral y a una asunción acrítica de los códigos de Occidente. Los oligarcas apátridas fueron la manifestación de ese “capitalismo de frontera” que sería reconducido, en tiempos de Putin, hacia una especie de “capitalismo nacional”. Pero la memoria es todavía reciente. La ofensiva occidental de “poder blando” es percibida, por gran parte de la población rusa, como un intento agresivo de revertir el país hacia los años de Yelstin: la época de los “Chicago boys”, de los odiados oligarcas y del caos social.

La realidad es que Rusia ha tenido su dosis de revoluciones. Los intentos de generar entre los rusos el desprecio por su propio país y el deseo mimético por Occidente chocan contra un muro de resistencia popular. Decía el líder socialista Jean Jaurès: “para quienes no tienen nada, la patria es su único bien”. Seguramente la hegemonía necesitará, para remodelar un país a su deseo, algo más que una revuelta de los privilegiados. La tentación es entonces pisar el acelerador.


La ofensiva del caos

El Imperio posmoderno se distingue por una peculiar fusión entre orden y caos. La difusión viral de principios individualistas erosiona las sociedades tradicionales – basadas en principios holistas – y provoca un caos del que el Imperio extrae su beneficio. Una reformulación posmoderna del “divide y vencerás”. Es el Chaord (síntesis de orden y caos) del que hablan los postmarxistas Toni Negri y Michael Hardt. Es la Doctrina del shock, de la que habla Naomí Klein. Es el Imperio del Caos, en expresión del periodista brasileño Pepe Escobar. Quede claro que el Chaord no se limita, ni mucho menos, a operaciones de poder blando. El Chaord es una panoplia, una espiral, una “guerra en red” en la que el soft power se complementa con el hard power: desestabilización política, terrorismo y guerra.

En el año 2013 los Estados Unidos experimentaron, en su pulso contra Rusia, una serie de contratiempos diplomáticos. En Siria, una mediación rusa de última hora frustró el ataque que ya había sido anunciado por Washington contra el régimen de Hafez El Assad. La mediación rusa jugó igualmente un papel esencial para evitar otra escalada de sanciones contra Irán. Por si fuera poco, Rusia concedió asilo político a Edward Snowden, el desertor que había expuesto a la luz las actividades de espionaje masivo de los Estados Unidos. Y para rematar el año el gobierno de Ucrania anunció que no firmaría el esperado “Acuerdo de Asociación” con la Unión Europea, y que sí firmaría un acuerdo con Rusia que abría una perspectiva de ingreso en la Unión Eurasiática.

Había llegado la hora de demostrar lo que el Imperio era capaz de hacer.


El modelo de Maidán

“Ucrania es un pivot geopolítico – escribía Zbigniew Brzezinski en 1997 – porque su mera existencia como Estado independiente ayuda a transformar Rusia. Sin Ucrania, Rusia deja de ser un imperio eurasiático. Sin embargo, si Rusia recupera el control de Ucrania, con sus 52 millones de habitantes y sus reservas, aparte de su acceso al Mar Negro, Rusia automáticamente recupera la posibilidad de ser un Estado imperial poderoso, que se extiende entre Europa y Asia”. El gran Tablero – el libro firmado por Brzezinski en 1997 – es considerado por muchos como un anteproyecto de lo que ocurriría años más tarde en la “revolución de Maidán”.

La “revolución naranja” de 2004, auspiciada por Estados Unidos en Ucrania, no dio los resultados esperados. Tras varios años de corrupción, de degradación del nivel de vida y de querellas intestinas, las elecciones presidenciales de 2010 – convenientemente validadas por la OSCE – dieron la victoria al pro-ruso “Partido de las Regiones” de Victor Yanukovich. El gobierno de Yanukovich retomó las negociaciones que el anterior gobierno pro-occidental había emprendido para firmar un Acuerdo de Asociación con la Unión Europea. Las pretensiones rusas de tener voz en esas negociaciones fueron rechazadas como intentos de injerencia. Conviene tener presente, a esos efectos, que Rusia estaba previamente vinculada a Ucrania por una red de acuerdos comerciales y que la economía rusa se vería inevitablemente afectada por el Acuerdo de Asociación. Pero Bruselas planteó a Kiev la negociación como un chantaje: o con Rusia o con Europa [112].

Una elección extravagante, si tenemos en cuenta no sólo la vinculación milenaria entre Rusia y Ucrania – el Principado de Kiev fue, en el siglo X, el origen histórico de Rusia – sino la absoluta imbricación económica, lingüística, cultural y humana entre ambos pueblos. Más allá de todo eso la preocupación de Moscú era otra: el riesgo de la posible extensión de la OTAN hasta el corazón mismo del “mundo ruso”. Si bien la aproximación a la Unión Europea no estaba vinculada a la negociación con la Alianza Atlántica, todos los precedentes demuestran que el camino hacia ambas organizaciones es paralelo. Y para Rusia la perspectiva de ceder a la OTAN su base naval en Crimea – territorio ruso “regalado” por Nikita Krushov a Ucrania en 1954 – era una línea roja absoluta, como lo es la perspectiva de ver instalados los sistemas balísticos norteamericanos en sus fronteras.

El 21 de noviembre de 2013 – ante la sorpresa de todos – el Presidente Yanukovich anunció que no firmaría el Acuerdo con Bruselas. El motivo esgrimido: frente a los 1.000 millones de dólares ofrecidos por la Unión Europea, Rusia ofrecía 14.000 millones de dólares más una rebaja del 30% sobre el precio del gas ruso. Un gas del que Ucrania es completamente dependiente. La oferta rusa había pesado más que la realidad del panorama “europeo” que se abría ante Ucrania: reconversión económica salvaje; liquidación a precio de saldo de su industria siderometalúrgica; reparto de sus recursos mineros y agrícolas (entre Alemania y Francia, principalmente); pérdida del mercado ruso; subida del precio del gas; emigración masiva de la población a Europa; terciarización de su economía y conversión de Ucrania en un gigantesco mercado para los productos europeos. Las rutinas de la globalización.

A partir de noviembre 2013 comenzaron a sucederse en Kiev las protestas de la población, movilizada por una idea de “Europa” como panacea y exasperada por la corrupción rampante [113]. Las protestas se radicalizaron hasta devenir batallas campales en torno a la plaza de Maidán, el epicentro de la protesta. Las barricadas de Maidán presenciaron un inédito desfile de dignatarios, ministros y atildados funcionarios norteamericanos y europeos, desplazados hasta Kiev para animar la revuelta. Los líderes occidentales no dudaron en fomentar la violencia contra un gobierno que, por muy corrupto que fuera, había sido democráticamente elegido. La historia es bien conocida. El 21 de febrero de 2014 Victor Yanukovich firmaba un acuerdo – patrocinado por Alemania, Francia y Polonia – en el que cedía en todas sus posiciones y acordaba organizar elecciones presidenciales. Al día siguiente tenía que huir para salvar su vida.

La revolución de Maidán es algo más que la crisis puntual de un “Estado fallido”. Es todo un paradigma. Es un recital de técnicas de “guerra en red”. Es la demostración de cómo alimentar una crisis, una espiral de violencia, de anarquía y de guerra en un período mínimo de tiempo. Al igual que en Libia, que en Siria, que en Irak, pero en Europa. Es el “modus operandi” del Imperio del caos. Es todo un modelo: el “modelo ucraniano” para nuestra Europa. Conviene retener varias imágenes.


La escalada

El “poder blando”

La Vicesecretaria de Estado norteamericana Victoria Nuland declaró, a fines de 2013, que desde 1991 los Estados Unidos habían gastado 5.000 millones de dólares para fomentar en Ucrania una “transición democrática” a su gusto. La red de ONGs, de medios de comunicación, de activistas y de políticos locales promovida por el “poder blando” norteamericano había dado sus resultados en la “revolución naranja” de 2004, que por la incompetencia de sus líderes se saldó con un fiasco. Diez años más tarde las apuestas habían subido. Frente a un adversario cada vez más alerta habría que actuar de forma contundente. Algo que no podía confiarse al circo de la “sociedad civil”. Haría falta la intervención de elementos más curtidos.

Los tontos útiles

Cuando en invierno de 2014 el “Euromaidan” entró en su fase “caliente” las Berkut (fuerzas especiales de la policía ucraniana) se vieron desbordadas. Y no era precisamente ante hipsters liberales blandiendo i-pads último modelo. Las bandas neonazis de Pravy Sektor (Sector derecha) y las milicias del partido nacionalista Svoboda, con su disciplina hoplita, fueron el factor clave que elevó la violencia a niveles intolerables para las autoridades, que eligieron la desbandada ante el riesgo de provocar una guerra civil.

Tras la caída de Yanukovich el partido Svoboda obtuvo algunos ministerios y cargos en las estructura de seguridad del Estado, mientras que sus activistas se integraban en la Guardia Nacional y eran expedidos al frente del Donbass, supervisados por instructores norteamericanos. A la espera de ser enviados, cuando hayan concluido sus servicios, al basurero de la historia [114].

La «falsa bandera»

El 20 de febrero 2013 tuvo lugar un evento que forzó el cambio de régimen. Más de 100 manifestantes y policías fueron abatidos o heridos en las calles por francotiradores incontrolados. El suceso provocó una oleada de indignación internacional contra Yanukovich, inmediatamente acusado de promover la matanza (con Rusia como “instigadora”). El cambio de régimen era cuestión de horas. Pero en los días posteriores, numerosos indicios y análisis independientes comenzaron a apuntar que los disparos procedían de sectores controlados por el Maidán…

Se llama “operaciones de falsa bandera” a aquellos ataques realizados de tal forma que pueden ser atribuidos a países o a entidades distintas de los auténticos autores. Son también los casos en los que la violencia es ejercida por organizaciones o ejércitos que, lo sepan o no, están controlados por las “victimas”. La indignación moral y su rentabilización son las mejores palancas para desencadenar una guerra [115].

El Kaganato

La visibilidad neonazi en el Maidán fue un regalo propagandístico para Rusia, que pudo así movilizar los recursos emocionales de la “resistencia contra el fascismo”. Como resulta que para el mundo occidental Putin es “neo-estalinista” se estableció así un anacrónico juego de estereotipos. Lo cierto es que el régimen de Kiev no es fascista. Se trata de un sistema oligárquico, dirigido por un gobierno semicolonial revestido de formas democráticas [116].

El régimen de Kiev es un ectoplasma de la estrategia neocon norteamericana: cerco geopolítico de Rusia, prevención de la integración económica continental – para lo cuál se precisa una nueva guerra fría – y exportación agresiva del modelo norteamericano. Victoria Nuland – patrocinadora del cambio de régimen – y su marido, el teórico “neocon” Robert Kagan, sintetizan en pensamiento y obra el trasfondo real del Maidán. Kagan fue uno de los gurús de la invasión de Irak y de la política intervencionista que favoreció la destrucción de Libia, la guerra civil en Siria y – como efectos indirectos – la expansión de Al-Quaeda y el surgimiento del ISIS. El “Kaganato” – expresión acuñada por el periodista Pepe Escobar – es la Ucrania dividida, ensangrentada, troquelada por el pensamiento Kagan. Una operación en la línea de las anteriores chapuzas. Nueva cortesía – dedicada esta vez a los europeos – del Imperio del caos [117].


¿Otra guerra fría?

El Euromaidan nos sitúa ante un escenario inédito. Un gobierno legítimo puede ser derrocado en la calle si la violencia se acompaña de una dosis adecuada de “poder blando” que la justifique. Un ejemplo ante el que muchos, en Europa, deben haber tomado nota.

Para alcanzar sus fines la agenda ideológica mundialista no duda en convocar a las fuerzas del caos. Tras cosechar resultados en diversas partes del mundo – la situación del mundo islámico es un buen ejemplo – los aprendices de brujo se vuelven hacia una Europa donde los secesionismos, la crisis inmigratoria y las explosiones de violencia social están a la orden del día. Todo ello en un contexto de pauperización provocada por el neoliberalismo. Ofuscado por sus propias quimeras, el sistema pierde sus referencias y se confunde con el antisistema. El relativismo posmoderno de las democracias europeas abre un camino hacia su suicidio [118].

Por de pronto en Europa ha estallado otra guerra.Amparándose en el precedente de Kosovo, el Kremlin reincorporó Crimea al seno de Rusia tras obtener el apoyo de la población local, expresado en referéndum. Una decisión que demuestra que Moscú no cederá su espacio estratégico a la OTAN [119]. La rebelión de las regiones pro-rusas de Donetsk y Lugansk – situadas en la cuna histórica de Rusia y de su cultura – ha sellado el punto de no retorno. Alemanes, franceses, italianos y españoles se ven convertidos en rehenes de los gobiernos del Este de Europa – serviles comparsas de Washington – y de su rencor mal digerido hacia Rusia [120].

La nueva guerra fría responde a una apuesta estratégica: la fidelización norteamericana de sus vasallos europeos; la disrupción de los proyectos de integración energética entre Rusia y Europa (perjudiciales para la competencia anglosajona); el lanzamiento de una nueva carrera armamentística (a beneficio del mayor exportador de armas del mundo); el impulso a la globalización de la OTAN y, sobre todo, el alejamiento de la auténtica pesadilla de Washington: la alianza geopolítica entre Alemania, Francia y Rusia. Una alianza que fue amagada en 2003, en vísperas de la guerra de Irak.

El enfrentamiento entre la Unión Soviética y el mundo capitalista fue una lucha entre dos concepciones del mundo. ¿Puede decirse lo mismo de la nueva guerra fría?

¡Sin duda alguna!, responden los voceros del atlantismo: es la lucha cósmica entra la “sociedad abierta” y sus enemigos. Claro que estos portavoces suelen aplicar la “reductio ad hitlerum” y la “reductio ad stalinum” a todo lo que no encaje en sus designios. Y así se van sucediendo (como observaba el admirable Philippe Muray) los “Hitler” o “Stalin” de temporada. Siguiendo con la analogía, todos los que no se plieguen a los planes del Pentágono serán cómplices de nuevas capitulaciones de Munich. Pretendidos expertos en política internacional nos explican que el mundo libre se enfrenta a un expansionismo megalómano, a una hidra que tan pronto es Hitler, tan pronto Stalin, tan pronto ambos a la vez. Evidentemente todo eso tiene poco que ver con la realidad [121].

¿En qué consiste entonces el enfrentamiento con Rusia? ¿Se trata de un mero enfrentamiento geopolítico y estratégico? ¿O hay algo más? ¿Cuál es la dimensión metapolítica de esta nueva guerra fría?


VIII


¿Una nueva “revolución rusa”?

Rusia es un país extraño. Recién caído el comunismo, las cúpulas de las iglesias ortodoxas comenzaron a elevarse por todo el país. Iglesias y catedrales fueron reconstruidas en tiempo récord, ya fuera a instancias de los poderes públicos o por iniciativas populares. Pero en la Plaza Roja el mausoleo de Lenin sigue en su sitio. Y la simbología comunista continúa presente en fachadas y edificios. En las ceremonias militares, las banderas con la hoz y el martillo son honradas junto a los viejos estandartes del Imperio de los Zares. Y Europa no entiende nada.

Europa no entiende que Rusia no haya centrifugado, aseado y expurgado su pasado, hasta dejarlo reducido a la nada. A esa misma Nada en la que Europa se encuentra sumida, al fabricarse una virginidad inmaculada a la medida de sus famosos “valores”. Enquistada en sus pequeños dogmatismos la Europa aseptizada es incapaz de entender nada. Es incapaz de entender algo que el director de cine Nikita Mikhalkov expresaba de manera bien simple:

“En cada período de la historia rusa hay páginas blancas y negras. No podemos y no queremos dividirlas y asociarnos con unas mientras repudiamos otras. ¡Esta es nuestra historia! ¡Sus victorias son sus victorias, sus derrotas son nuestras derrotas!” [122].

Y como en Europa siguen sin entenderlo, la conjura de los necios se desgañita sobre una supuesta amenaza ultraortodoxa, sobre un contubernio de fascistas teocráticos, nostálgicos de la Unión Soviética e imperialistas sanguinarios. Se dice que Rusia ha sufrido una “vuelta hacia atrás”. Sí desde luego. Pero sólo en relación a los intereses americanos. Porque Rusia ya no está donde a ellos les gustaría que estuviese: en los tiempos de Yeltsin. ¿Dónde se encuentra hoy Rusia?

En un libro sobre Putin publicado en 2014, el periodista francés Frédéric Pons habla de una “nueva revolución rusa”. Y afirma: “con el apoyo ampliamente mayoritario de su opinión pública, Putin efectúa desde 2012 una verdadera revolución geopolítica que aspira a hacer de Rusia un nuevo polo de civilización, que presenta como una alternativa a la civilización occidental”. Ucrania y Crimea – continúa Pons – son los laboratorios de esta nueva política [123].

Las decisiones tomadas por Moscú durante la crisis de Ucrania – señala el politólogo Igor Zevelev – han estado dictadas, no por el simple deseo de anexionarse un territorio, sino por una visión singular del mundo que se apoya sobre un corpus de ideas aparecido a partir de 2007” [124]. ¿Corpus de ideas? En la Rusia de hoy no existe una “ideología estatal”. No al menos en el sentido que tenía el marxismo en la época soviética. El neo-eurasismo, lejos de desempeñar ese papel, es sólo una corriente en concurrencia con otras muchas [125]. Más que una ideología oficial lo que existe hoy en Rusia es un estado de insumisión ante el hegemonismo unipolar y ante el “fin de la historia” neoliberal. En ese sentido Rusia es, hoy por hoy, un laboratorio de alternativas frente al modelo globalizador de Europa y América. Sobre una idea de fondo: la civilización rusa es diferente de la civilización occidental. El “modelo ruso”, si existe, consiste en que cada civilización encuentre su propio modelo. Pero en ese “modelo ruso” pueden también encontrarse algunas ideas exportables: las líneas maestras de una visión del mundo.

 

En busca de un camino propio

La primera de esas ideas es la de identidad. El énfasis en este concepto deriva del trauma post-soviético, cuando la quiebra de la idea nacional obró en beneficio – en palabras de Vladimir Putin – “de la elite cuasi-colonial que se dedicó a robar y a exportar capitales y que no se sentía vinculada al futuro de su país, al lugar de donde extraían el dinero” [126]. A esa idea de identidad se asocia la idea de tradición: la identificación de los ciudadanos con su historia, con los valores que los constituyen en nación. “Los rusos – señala la académica Hélène Carrère d’Encausse – redescubren su historia. Y experimentan cierto orgullo. Yo diría incluso que están locos por la historia. En Francia ya no se sabe como transmitir. Allí lo hacen con pasión” [127]. Poco que ver con esa concepción neoliberal que ve en la nación una suma de intereses individuales, cuando no una “marca” o una empresa que cotiza en bolsa.

Otro concepto importante es el multipolarismo, esto es, la negativa a aceptar que ningún “gendarme del planeta” dirija la sociedad internacional. “Estados Unidos es la única nación indispensable” – afirma Barak Obama –, “un país diferente, un país excepcional”. “Excepcionales somos todos”: ésa parece ser la respuesta de Moscú al mesianismo de la “ciudad en la cima” [128].

Otra idea es el rechazo de la superioridad moral de occidente. Un occidente travestido en “imperio del Bien” que trata de imponer sus códigos de conducta al resto de la humanidad. La defensa de los valores tradicionales es invocada por Rusia frente a las ideologías que, instaladas en el estribillo “progresistas versus reaccionarios”, no hacen sino promover la americanización del mundo. Valores “tradicionales” o simple defensa de la lógica: los rusos, en su mayoría, no estiman oportuno cuestionar instituciones milenarias como la familia. Algo en lo que la posición de las autoridades, de la iglesia ortodoxa y de la mayoría de la opinión rusa es concurrente. Los “valores” europeos son percibidos en Rusia – en cuanto sólo parecen preocuparse de los deseos de las minorías sexuales – como decadentes o como ridículos. Y la corrección política occidental está ausente de los usos sociales, con lo que la libertad de expresión es en Rusia, en muchos aspectos, bastante más real que en occidente [129].

El “modelo ruso” responde también a un principio incómodo para los gestores del mundialismo: la subordinación de la economía a la política. Un principio que la depuración de los oligarcas, llevada a cabo desde el Estado, dejó en su día bien claro. Es muy significativo que algunos de los grandes expoliadores – tales como Mijail Khodorskovsky o Boris Berezkovsky – fueran celebrados en occidente como adalides de la “sociedad abierta”. La subordinación de la economía a objetivos políticos actúa como cortafuegos frente a las derivas del “reformismo” neoliberal. Y eso es algo que permite salvaguardar importantes conquistas sociales – tales como la gratuidad de la educación – que representan lo mejor del legado soviético [130].

Rusia es una sociedad plural. Pero con un pluralismo que responde a dinámicas propias, no a consignas impostadas desde el exterior. Rusia abarca etnias, pueblos y religiones diferentes, reconocidas como parte integrante de su identidad histórica. El nacionalismo, percibido como un fenómeno negativo, es preterido ante la idea de patriotismo entendido como elemento integrador. El sistema político ruso – señala el periodista Frédéric Pons – “no es una dictadura sino un sistema presidencial con tendencia autoritaria. Evidentemente imperfecto en comparación a los valores democráticos occidentales, este sistema organiza no obstante elecciones libres, reconoce el pluralismo de los partidos y deja una libertad relativa a la prensa, incluso si el Kremlin ejerce una presión evidente sobre los medios” [131].

El “mundo ruso” busca su propio camino. Y en cierto sentido lo hace por exclusión. “Hemos dejado atrás la ideología soviética – dice Vladimir Putin – y ya no habrá marcha atrás. Los que proponen un conservadurismo que idealiza la Rusia anterior a 1917 se encuentran tan lejos de la realidad como los defensores del liberalismo extremo de tipo occidental” [132]. Pero el “centrismo patriótico” de los primeros años de Putin ha revelado sus carencias. Ni siquiera el Partido “Rusia Unida” – como vehículo de un desvaído “patriotismo consensual” – es un instrumento adecuado. Los dirigentes rusos han caído en la cuenta de que el pragmatismo tecnócrata y la apoliteia – favorecidos durante los primeros años de Putin – son inoperantes frente el asalto del soft power globalista. “Todo es política” decía Gramsci. Rusia se re-politiza, aprende a marchas forzadas las reglas del soft power y empieza a dar algunas lecciones a los grandes maestros en ese juego [133].

 

¿Revanchismo geopolítico?

“El colapso de la Unión soviética fue la mayor catástrofe geopolítica del siglo XX”, declaró Vladimir Putin en 2005. Una frase que normalmente se cita como prueba irrefutable de nostalgia soviética y de voluntad expansionista. Pero casi siempre se omite la última parte de la misma: “aquél que pretenda reconstituirla (la Unión Soviética) de la misma manera no tiene cerebro”. En realidad, el Presidente ruso se refería al drama vivido por las decenas de millones de ciudadanos rusos que, tras la independencia en 1991, se vieron atrapados fuera de las fronteras de Rusia. Un drama humano fuente de no pocas tensiones en el entorno geográfico de la Federación, y que está en el origen de los llamados “conflictos congelados” [134].

El “mundo ruso” (Russkiy Mir) es un concepto recurrente en el lenguaje oficial de la Federación. El “mundo ruso” es una diáspora, una Koiné cultural que desborda las fronteras y que constituye, por sí sola, una civilización aparte. La atención a esa realidad es uno de los vectores de la política del Kremlin en sus dimensiones humana, social y cultural. Pero las autoridades rusas han declinado oficialmente toda pretensión revisionista o de reagrupamiento de los Estados sucesores de la URSS. En ese sentido las comparaciones que se hacen entre las minorías rusas y los sudetes alemanes en 1938 son deformaciones interesadas, propias de la histeria de guerra. Lo cierto es que, tras la caída del comunismo, Rusia abandonó toda doctrina de confrontación con Europa. Ya incluso antes, durante la Perestroika, Gorbachov había planteado una iniciativa de “casa común” europea.

Conviene no engañarse: la vocación eurasiática de Rusia tiene mucho de “doctrina de sustitución”. La auténtica vocación de Rusia – desde la época de Pedro el Grande – ha sido siempre Europa. Y esa obsesión por no cortar a Rusia de Europa es también una constante de la política de Putin. Un interés que se ha concretado en propuestas de régimen económico preferencial, de políticas industriales comunes, de acuerdos de cooperación energética, de programas conjuntos de ciencia y educación, de libertad de circulación de personas y de arquitectura común de seguridad, todas ellas dirigidas a los gobiernos europeos [135]. En resumen: una Europa “desde el Atlántico a Vladivostok”. Mal que les pese a los voceros de la confrontación, parece que De Gaulle es para el Kremlin una fuente de inspiración bastante más cercana que Hitler o que Stalin. Pero todas estas ofertas – quizá el esfuerzo más inútil de la política exterior rusa – parecen obviar una cosa: los países europeos no son los dueños de sus propias decisiones.

Las leyes de la geopolítica son inflexibles. Las potencias marítimas mundiales – antes Gran Bretaña, hoy los Estados Unidos – deben impedir a toda costa la unión de la “Isla Mundial” (Heartland), esto es, de Eurasia. Para eso se necesita una tensión permanente en el centro del continente. Cuando no la guerra. Y de ésta, por definición, Rusia siempre es “culpable”.


Un excurso filosófico

En diciembre 2014 el Congreso de Estados Unidos designó a Rusia como enemigo principal. En febrero 2015 la OTAN aprobó un despliegue militar inédito desde hacía décadas. El Pentágono calienta la guerra fría y sus satélites se preparan ante la inminente invasión rusa. Generales americanos sacados de una película de Stanley Kubrick sacuden tambores de guerra. El mundo libre emprende una nueva cruzada. Contra el doctor Maligno. Contra Hitler y Stalin reunidos. Contra el paranoico sanguinario, el perseguidor de gays, el enemigo del género humano.

¿Por qué esa fijación? ¿Por qué esa eterna obsesión de buscar un enemigo? ¿Por qué no dejar que otras sociedades organicen su vida, cultiven sus valores – por muy arcaicos y retrógrados que nos parezcan y busquen el modelo político, social y cultural que más les convenga? ¿Por qué no simplemente dejarles en paz?

Conocemos las explicaciones: las rivalidades estratégicas, las leyes de la geopolítica, la competición por los mercados energéticos, los réditos de la carrera de armamentos, los contenciosos heredados del pasado, los rencores acumulados, hasta el choque de civilizaciones . Sin embargo a todas esas razones – por válidas que sean – se les escapa algo esencial. Hegel interpretaba la Historia universal como el desenvolvimiento de la Idea. Es preciso hacer un esfuerzo de abstracción. Tratar de identificar la dialéctica profunda a la que los hombres, tantas veces sin saberlo, sirven con sus acciones. ¿De donde surge esa animadversión enconada – casi fisiológica – de la corrección política occidental ante todo lo que Putin representa? ¿Existe una metapolítica de la nueva guerra fría? Dilucidarlo tiene, a nuestro juicio, mucho que ver con el análisis de esa corrección política occidental y del fondo nihilista que la sustenta.

La historia de occidente – decía Nietzsche – es la historia del advenimiento del nihilismo. Y es el liberalismo el que ha desvelado el fondo nihilista de la naturaleza humana. El antropólogo alemán Arnold Gehlen definía al ser humano como “ser desprovisto” (Mangelwesen). Lo que significa que el hombre, por sí mismo, no es nada. El hombre toma su identidad de lo que le rodea: su historia, su pueblo, sus valores, la política, la religión. Desde el momento en que se le priva de todo eso y retorna a su pura esencia, el hombre es ya incapaz de reconocer nada. Y esa es la dinámica del liberalismo posmoderno: liberar al hombre de todo. Situarlo en la vacuidad total. En la Nada.

El liberalismo es la fase terminal del nihilismo. Un proceso que el filósofo neo-eurasista Alexander Duguin ha descrito de forma certera [136]. Duguin describe al liberalismo como puro impulso de libertad negativa: “liberar” al ser humano de toda forma de determinación colectiva o no-individualista. El liberalismo “libera” al hombre de todas las formas de identidad – religión, patria, origen étnico, tradiciones, valores – que puedan ser consideradas como obstáculos al desenvolvimiento de la “sociedad abierta”. En una fase posterior el liberalismo “libera” al hombre de su realidad biológica, de su propio sexo y hasta de su propio cuerpo. Objetivo final: un individuo líquido, amoldable, intercambiable, nómada, flexible a los requerimientos del mercado. ¿Pero que tienen que ver Putin y Rusia en todo esto?


Buscando enemigo desesperadamente

Lo que ocurre – señala Duguin – es que el liberalismo ha llegado a la fase en la que arriesga su implosión. Estamos en un momento delicado en la historia del liberalismo: éste ha derrotado a todos sus enemigos pero al mismo tiempo los ha perdido. Y se queda desprovisto de razón de ser. Porque el liberalismo es, en esencia, liberación de todo aquello y lucha contra todo aquello que no es liberal. Entonces el liberalismo se revuelve en sí mismo, empieza a purgarse internamente de todos los residuos del viejo orden no liberal: diferencias de “género”, incorrección política, iglesias, autoridad paterna, hasta las fronteras y el propio Estado. Nos acercamos entonces al caos. O a esa peculiar mezcla de orden y caos (Chaord) que, según Hardt y Negri, caracteriza al Imperio posmoderno. Inmigración masiva, choque de civilizaciones, terrorismo, nacionalismo etnicista, desvalorización de todos los valores y relativismo absoluto. A lo que hay que añadir fenómenos coyunturales como la saturación de los mercados, la tendencia a la baja de las tasas de beneficios, las crisis financieras, la explosión de la deuda y el fin de las clases medias. En resumen, todo eso que Alain de Benoist denomina “un proceso sub-caótico de descivilización” [137].

Embarcado en una permanente huída hacia delante, el liberalismo puede morir de su propio éxito. Y para evitarlo necesita recobrar su significado. Justificar su defensa de la “sociedad abierta”. Verse confrontado con una sociedad no-liberal. Para eso necesita un enemigo.

¿El islamismo? Sí por supuesto. Pero el islamismo no está a la altura. Es demasiado primitivo. Y además sólo justifica intervenciones regionales. El liberalismo necesita un adversario global; un adversario – señala Duguin – “que le ayude a contener el nihilismo que porta en su seno, y retrasar así su inevitable final. Rusia, el tradicional enemigo geopolítico de los anglosajones, es el enemigo ideal. Por eso occidente necesita desesperadamente a Putin, necesita a Rusia y necesita la guerra”.

Es falso que Rusia sea una amenaza para Europa. Bien mirado, la Rusia actual ni siquiera es antiliberal. Desde luego no es totalitaria, ni es nacionalista, ni es comunista. Pero tampoco es suficientemente liberal, suficientemente demócrata, suficientemente cosmopolita. Motivo suficiente para declararle una hostilidad implacable. El objetivo: liberar a Ucrania de Rusia, liberar a la propia Rusia de su no-liberalismo, liberar al liberalismo de su propia implosión – para lo cuál éste necesita un desafío, esto es, a Rusia. Un círculo vicioso, en el que el papel asignado a Rusia – concluye Duguin – es el de “salvar al liberalismo de su propio final”. Occidente ya tiene a Rusia donde más la quería: en el papel de enemigo. Y ya tiene a Putin que tan pronto es Hitler como tan pronto es Stalin. Y que es en todo caso la figura y el rostro del Mal.


¿Una sociedad post-liberal?

La crisis de Ucrania ha marcado un antes y un después. La decisión de norteamericanos y europeos de ejecutar un tour de force geopolítico ha desbaratado, en cierto modo, sus estrategias de penetración cultural en Rusia, una sociedad en la que el patriotismo es el resorte más poderoso. Tras la adhesión de Crimea las encuestas de popularidad otorgaban a Putin un 89% de apoyo: el nivel más alto entre todos los líderes del mundo [138]. Convertido en un icono popular, el líder ruso no es sin embargo el factor decisivo en este envite. Lo decisivo es lo que tiene detrás de sí, el pueblo al que representa.

La estrategia occidental confía en las sanciones económicas. Confía en que, a largo plazo, el deterioro económico sofoque la exaltación patriótica. Deposita sus esperanzas en una clase urbana consumista, portadora de valores “globales”. Una clase que desde Moscú y San Petersburgo llegue a imponer su voluntad al resto del país, lo “normalice” y lo meta en el redil occidental. Pero esa estrategia infravalora la cultura del sacrificio que aún está presente en ese pueblo. Para los rusos la historia es memoria viva. La guerra fría es, además, su elemento.

Como señala el historiador liberal Pyotr Romanov “solamente cuando el pueblo ruso, por sí mismo, decida que ya está harto de Putin, entonces se terminará su gobierno. Pero no antes, y en cualquier caso nunca por presiones ejercidas desde occidente” [139].

El soft power occidental se recrea autocomplaciente ante la superioridad de su propio modelo. Y aduce como prueba irrefutable que “todos quieren vivir en Europa y en América, y nadie quiere hacerlo en países como Rusia, China, Irán etc”. Claro que este discurso deja a alguien fuera de la ecuación: a los propios rusos, chinos e iraníes que sí quieren vivir en sus propios países, y que no sienten una especial necesidad de que nadie venga a “liberarles”. También se omite otro aspecto: buena parte de las masas que, para escapar de su miseria, pugnan por entrar en Europa, desprecian en su fuero interno el modelo occidental. De hecho, una vez aplacadas sus necesidades materiales se revuelven contra el mismo y se aferran a sus identidades, ideas y tradiciones. Con lo cuál Europa sigue incubando en su seno un problema que algún día estallará, en unas proporciones hoy difíciles de prever.

Rusia busca su propio modelo. No es una potencia europea sino eurasiática. Una civilización propia. Putin es básicamente un pragmático, poco proclive a los intelectuales y a las ideologías. Pero la tecnocracia apolítica ya ha revelado sus limitaciones. Frente a la mezcla de soft power y de exportación del caos empleada por las fuerzas hegemónicas, se hace necesario optar por un designio alternativo. Rusia se encuentra ante el desafío de definir un modelo contra-hegemónico. De denunciar el “gran relato” neoliberal. La dialéctica “progresistas versus reaccionarios” o “sociedad abierta versus tiranía” no es más que una forma de falsa conciencia al servicio de la hegemonía occidental. Se trata de quebrar ese marco conceptual. De salir de él o de imponer un marco diferente. Se trata de definir las bases de una sociedad post-liberal.

El último país llegado al liberalismo podría ser también el primero en salir de él. Si ello fuera así Rusia podría ser el nuevo “banco de pruebas” de experimentos inéditos. Pero nada está decidido. El futuro está, como siempre, abierto.


Europa y Rusia ¿mismo combate?

“Una Europa del Atlántico hasta los Urales”, decía el General De Gaulle. Todas las leyes de la geopolítica – la complementariedad de mercados, los intereses tecnológicos, las rutas energéticas, la arquitectura de seguridad, las analogías culturales – reclaman un partenariado sólido entre Europa y Rusia. “Alemania y Rusia unidas – confesaba George Friedman, Director de la Agencia norteamericana Strafor – representan la única fuerza que podría amenazarnos, y debemos asegurar que eso no sucederá jamás” [140]. La alianza de la tecnología y el capital alemán con la mano de obra y los recursos naturales rusos: he ahí la gran pesadilla de la “nación indispensable”. En esa tesitura la guerra fría vuelve a dividir el continente. Alemania y los demás países europeos se alinean al dictado de Washington. ¿Hasta cuando?

Con característica prepotencia los portavoces del atlantismo han decidido que Rusia se encuentra “aislada”. Como si fuera posible aislar a un continente. Y como si China, la India o Iberoamérica – civilizaciones que mantienen fluidas relaciones con Rusia – fueran irrelevantes. Pero la presente crisis pone las cosas en su dimensión real: ni el bloque atlantista es la comunidad internacional ni Europa es ya el centro del mundo.

Entonces ¿qué es hoy Europa? Para los buenos europeos – en el sentido de Nietzsche, no en el de los caciques de Bruselas – toda reflexión sobre Europa debería incluir una reflexión sobre Rusia. Sobre la aportación de Rusia al acervo europeo y sobre los intereses reales que la vinculan a ella.

Sumida en el declive demográfico, en la crisis de su modelo de bienestar, en la inmigración de repoblación, en la atomización social del neoliberalismo, en la parálisis de su construcción institucional y en la indefinición de su identidad, Europa es hoy un triunfo de la vacuidad sustancial (Ulrich Beck), un “vector de arrasamiento de todos los valores enraizados, en el nombre de un mundialismo sin memoria y sin rostro” [141]. Si bien es (todavía) la primera potencia comercial del mundo, Europa es una irrelevancia política y un protectorado de facto. Convertida en rehén de los intereses geopolíticos de uno y de los rencores históricos de otros, Europa se ve arrastrada a un conflicto fraticida y a una nueva división del continente.

Pero si se mira en el espejo de Rusia, tal vez la Europa amnésica, apática e impotente pueda reconocer algo de lo que ha perdido: la memoria, la capacidad de transmitir lo que ha heredado, la identidad, el orgullo y la voluntad de mantener su soberanía.

Rusia ¿un modelo para Europa? Rusia es otro mundo, no es un modelo a imitar. Pero sí puede ofrecer cierto número de ejemplos. Al volver la mirada sobre sí mismos, los buenos europeos encontrarán también a ese otro mundo que, a través del hielo, excavó una ventana hacia Europa. ¿Y si la ventana se abriese? Una Europa liberada de “Occidente”. Los sueños de algunos son las pesadillas de otros.


Notas V

[62] Lev Gumilev (1912-1992) – señala Marlène Laruelle – es una personalidad atípica, a la vez oficial y disidente, dentro del mundo intelectual soviético. Hilo del poeta Nikolai Gumilev (1886-1921, ejecutado por los bolcheviques) y de la poetisa Anna Akhmatova (1889-1966), Lev Gumilev fue arrestado y deportado en los años 1930, tomó parte en la batalla de Berlín y fue nuevamente deportado. Tras su liberación en 1956 se convirtió en especialista en los kázaros, los hunos, los turcos, los mongoles y otros pueblos de la estepa, participando en diversas expediciones científicas. En 1963 asumió un puesto de profesor en el Instituto de Filosofía y Economía de Leningrado. Siempre al borde del ostracismo por sus divergencias con los dogmas marxista-leninistas, sus publicaciones le aseguraron notoriedad entre la comunidad científica y una reputación sulfurosa y polémica. Rehabilitado durante la Perestroika y convertido en una celebridad, en su última obra, “De Rus a Rusia” Gumilev presenta al imperio zarista y a la Unión Soviética como la continuidad natural de los imperios de las estepas. Gumilev es hoy un autor “de culto” entre la comunidad académica y el gran público (Marlène laruelle, La quète d’une identité impériale, Le néo-eurasisme dans la Russie contemporane. Petra Editions, 35-40).

[63] Algo especialmente visible en Alexander Duguin con su inclinación por el pensamiento tradicionalista de René Guenon y Julius Evola, por la filosofía centroeuropea y por la “Nueva derecha” francesa. Por su parte, la obra del politólogo Alexander S. Panarin (1940-2003) se inserta en la filiación intelectual de Max Weber, Karl Marx, Arnold Toynbee, Lucien Fevre, Fernand Braudel y Les Annales, a la par que apunta convergencias con el alter-mundialismo y con el pensamiento europeo no conformista.

[64] Alexandre Douguine, L‘appel de l‘Eurasie. Conversation avec Alain de Benoist. Avatar Éditions, 2013, pp. 37-38.

[65] Marlène Laruelle, La quête d’une identité impériale. Le néo-eurasisme dans la Russie contemporaine. Petra Editions 2007, pp. 58-59. La “pasionariedad” fue en cierto modo intuída, a comienzos del siglo XIX, por Joseph de Maistre. El autor de las “Veladas de San Petersburgo” se refería a la pasión por la auto-inmolación como el auténtico motor de los ejércitos, de la sociedad civil y de los asuntos humanos en general. Un motor mucho más fuerte que el de la sociabilidad o los contratos artificiales.

[66] Marlène Laruelle, Obra citada, p. 60.

[67] Stefan Wiederkehr, Die Eurasische Bewegung. Wissenchaft und politik in der russischen emigration der zwischenkriegszeit und in postsowjetischen Russland. Böhlaug Verlag 2007, pp. 197-199.

[68] Marlène Laruelle, Obra citada, p. 60.

[69] La “Horda de Oro” era el Estado mongol que se extendía por Rusia, Ucrania y Kazajistán, y que se formó tras la división del imperio de Gengis Khan en la década de 1240.

[70] Marlène Laruelle, Obra citada, pp. 66-67

[71] Marlène Laruelle, Obra citada, pp. 68.69. No en vano Lévi-Strauss fue alumno de los eurasistas Roman Jakobson y Nikolai Trubetzkoy, fundadores de la fonología y máximas figuras del estructuralismo linguístico ruso.

[72] Gumilev compara la pretensión de intentar europeizar a un pueblo no-europeo con el intento de realizar una transfusión de sangre desde un grupo sanguíneo diferente (Stefan Wiederkehr, Obra citada, p. 201).

[73] Alexander S. Panarin (1940-2003) dirigió la cátedra de Ciencia Política en el departamento de filosofía de la Universidad Estatal de Moscú (MGU). Autor de manuales universitarios de referencia y ensayista célebre, Panarin obtuvo en 2002 el prestigioso premio Solzhenitsyn por su obra La civilización ortodoxa en un mundo globalizado.

[74] Marlène Laruelle, Obra citada, p. 96.

[75] Marlène Laruelle, Obra citada, p. 100.
Señala Alexander Duguin que el eurasismo como ideología del imperio “prevé una base ideológica para conducir una “cruzada” contra el extremismo y las ideologías terroristas – islamismo radical, separatismo nacionalista, chauvinismos residuales de superpotencia y radicalismo izquierdista (Alexander Duguin, Putin versus Putin. Vladimir Putin Viewed from the Right. Arktos 2014. Kindle edition.)

[76] Marlène Laruelle, Obra citada, p. 101.

[77] De forma significativa, la Ley de cultos de 1997 establece que la Federación Rusa cuenta con cuatro religiones tradicionales: La Iglesia Ortodoxa Rusa, el Islam, el budismo (principalmente lamaísta) y el judaísmo. Todas estas confesiones tienen el derecho automático de predicar y practicar sus doctrinas, mientras que las otras religiones están sujetas a trámites de inscripción.

[78] Las similitudes del pensamiento de Panarin con la “Nueva derecha” francesa y con Alain de Benoist – a quien cita con cierta frecuencia en su obra – son notables, especialmente en su voluntad de integrar en su pensamiento ideas tradicionalmente consideradas “de izquierda”, siguiendo un enfoque transversal.

[79] Alexander Guélievich Duguin (1962-). Doctor en filosofía y sociología por la universidad de Rostov del Don. Trabajó como periodista e ingresó en 1988 en el grupo nacionalista Pamyat. Fue asesor del Partido Comunista de Rusia, de Gennady Ziuganov. En 1994 ingresó en el Partido Nacional Bolchevique, que abandona en 1998 por desacuerdos con su dirigente, Eduard Limonov. A partir de entonces desarrolla una estrategia de “entrismo” en los círculos cercanos al poder. Su libro Fundamentos de geopolítica. El futuro geopolítico de Rusia (1997) se convierte en obra de referencia. Imparte cursos en la Academia Militar de Estado Mayor y en el Instituto de Estudios Estratégicos de Moscú. Consejero de diversos órganos de la Duma, a partir de 2000 se aproxima al entorno del Presidente Putin. En 2001 crea el movimiento Evrazia que en 2003 se transforma en el Movimiento Eurasista Internacional. A partir de 2005 Alexander Duguin se distancia cada vez más de Putin. Animador de numerosas revistas, programas de radio y televisión y de una “Nueva Universidad” de orientación tradicionalista, Duguin se hizo cargo (hasta 2014) del departamento de Sociología de Relaciones Internacionales de la Universidad de Moscú (MGU).

[80] Marlène Laruelle, Obra citada, p. 140. “Entre todas las ciencias modernas, la geopolítica es la que guarda en sí misma mayor conexión con la Tradición y con las ciencias tradicionales. René Guénon dijo que la química moderna es el resultado de la desacralización de una ciencia tradicional, la alquimia, como la física moderna lo es de la magia. De la misma manera se podría decir que la geopolítica moderna es el producto de la secularización y la desacralización de otra ciencia tradicional, la geografía sagrada”. (Alexander Duguin, De geografía sagrada a geopolítica, en The Fourth Political Theory, http://www.4pt.su/es).

[81] Alexander Duguin, L’appel de L’Eurasie. Conversation avec Alain de Benoist. Avatar éditions 2013, p. 61.

[82] “Las metas de cada participante en el cuarto camino serán parcialmente comunes – el derrocamiento de la hegemonía liberal – y parcialmente propias: la transformación de la sociedad según sus propias tradiciones”. (Alexander Duguin, en A la España negra, en The fourth political Theory. http://www.4pt.su/es).

[83] Marlène Laruelle, Obra citada, p. 159.

[84] Alexander Duguin: “Un pueblo es un compuesto de diferentes elementos étnicos. Un pueblo es algo diferente de un etnos. Existen los etnos – los chechenos, los avaros, los rusos, los calmucos – y existe el pueblo ruso (folk), el pueblo que integra todos esos etnos. En el nivel de los etnos se pone el acento sobre las diferencias, y en el nivel del pueblo se pone el acento en la unidad. Un pueblo es siempre un elemento integral, opuesto a la desintegración”.

[85] Cita de P. A. Taguieff (Sur la nouvelle droite), en Marlène Laruelle, Obra citada, p. 143.

[86] Alexander Duguin, Putin versus Putin. Vladimir Putin Viewed from the Right. Arktos 2014. Kindle edition.

[87] Marlène Laruelle, Obra citada, p. 30.

[88] En contraste con el Logos occidental, el pensamiento eurasista funciona en el doble plano de la lógica racional y del discurso mítico. La cultura occidental, confinada en una dialéctica que excluye el segundo, no puede permitirse asociaciones de elementos que percibe como antitéticos.
Si el eurasismo es la racionalización de un mito, eso significa que el material mítico preexistía al discurso eurasista, y que incluso pudo tomar cuerpo en episodios o personajes que lo proyectaron de forma inconsciente. Es inevitable pensar aquí en el “último general blanco”, el Barón Ungern Von Sternberg (1885-1921), y en su alucinada cabalgada con los mongoles, cosacos y nórdicos de su División Asiática de Caballería, en pos de un nuevo imperio que descendiera desde Oriente hasta Occidente. Ungern Khan, o la imagen mítica del “guerrero eurasiático”.

[89] Marlène Laruelle, Obra citada, p.132.

[90] Expresión del escritor francés Guillaume Faye: L’Archeofuturisme: Techno-science et retour aux valeurs ancestrales, L‘Æncre, 2011.


Notas VI

[91] Martin Malia, Russia under western eyes. From the bronze horseman to the Lenin mausoleum. Belknap Press 1999, pag. 412.

[92] http://www.gaceta.es/jose-javier-esparza/putin-mundo

[93] Stephen F. Cohen, Failed Crusade. America and the tragedy of Post-Communist Russia. https://www.nytimes.com/books/first/c/cohen-crusade.html

[94] Stephen F. Cohen, Obra citada.

[95] El Estado de Kosovo, emporio mafioso y narcotraficante, alberga una de las mayores bases militares norteamericanas en el extranjero: Camp Bondsteel, 100 acres de tierra, más de 25 kilómetros de carreteras y una capacidad para 7000 soldados. Un elemento esencial en el despliegue militar norteamericano, con proyección al Este de Europa y a los enclaves americanos en Asia Central y Afganistán. Sobre los dirigentes de Kosovo pesa una investigación judicial por tráfico de órganos extraídos de los prisioneros de guerra serbios.

[96] Zbigniew Brzezinski, The Great Chessboard. American primacy and its geostrategic imperatives. Basic books 1998

[97] Alexander Duguin. Putin versus Putin. Vladimir Putin viewed from the Right. Arktos 2014. Edición Kindle.

[98] Putin fue elegido Presidente tres veces en primera vuelta: por un 52% en 2000, un 71,2% en 2004, un 63% en 2013. Las estimaciones más fiables de fraude se calculan entre 3 a 5%, un porcentaje insuficiente como para influir en el resultado final (Frédéric Pons: Poutine, Calmann-Levy 2014, Edición Kindle). Según las encuestas del independiente Centro Levada, entre 2006 y 2013, un 60-80% de la población rusa se declaraba generalmente satisfecha con la gestión de Putin. En junio 2015 el porcentaje subió a un 89%, en el contexto de la crisis en Ucrania.

[99] Así lo afirma Alexander Duguin en: Putin versus Putin. Vladimir Putin viewed from the right.Arktos 2014. Kindle Edition.

[100] Vladislav Yuryevich Surkov (n. 1964) ocupó el cargo de Primer Vicepresidente de la Administración Presidencial entre 1999-2011. Entre 2011-2013 ocupó el cargo de Viceprimer Ministro de la Federación.

[101] Citado en Marlène Laruelle, Le Nouveau nationalisme russe. Des repères pour comprendre. L’Oeuvre Editions 2010, pags 232-237.

[102] Marlène Laruelle, Obra citada, pag 237.

[103] Vladimir Putin, Discurso en el Foro Internacional de Valdai, 19-Septiembre 2013.

[104] Alexander Duguin, Obra citada.

[105] El apoyo a las “revoluciones de colores” es dirigido desde Estados Unidos por la Association Project on Transitional Democraties, cuyo Presidente es nombrado por la Casa Blanca y trabaja en contacto con la CIA. Las fuentes financieras estatales son la agencia de cooperación norteamericana (USAID) de la que depende el National Endowment for Democracy (NED) que a su vez financia a las agencias de acción exterior de los Partidos Demócrata (NDI) y Republicano (IRI). Entre las fuentes no estatales destacan la Fundación Soros (Open Society Institute) y la Freedom House. La llamada “sociedad civil” (básicamente, las ONGs y los medios de comunicación prooccidentales) es financiada por estos organismos, que controlan también la logística y las estrategias de protesta. (Fuente: Aymeric Chauprade, Chronique du Choc des civilisations. Chronique Éditions 2013.

[106] Constanzo Preve, La Quatrième Guerre mondiale. Éditions Astrée 2013.

[107] Fiona Hill, Clifford G. Gaddy, Mr. Putin, Operative in the Kremlin. Brookings Institution Press 2013, Kindle Edition.

[108] Alexander Duguin, Obra citada.


Notas VII

[109] Alexander Duguin, Putin versus Putin. Vladimir Putin viewed from the Right. Arktos 2014, Edición Kindle.

[110] Otra cosa sería que el terreno de disputa sea, por ejemplo, la dialéctica: “soberanía versus hegemonía ”, “el pueblo versus las elites” , “valores arraigados versus valores de mercado” o “economía social versus neoliberalismo”.

[111] Aquí entra en escena la ideología “de género”, el activismo gay y episodios como el del grupo punk Pussy Riot en la Catedral de Moscú, provocaciones tras de las que se adivina la mano de los chicos de Langley. Adriano Erriguel, Alabados sean los gays.

[112] El Presidente de la Comisión Europea Durán Barroso declaró en febrero 2013 que “El acuerdo de Asociación con la Unión Europea es incompatible con la pertenencia a otra unión aduanera”, en referencia directa a las negociaciones que a esos efectos Ucrania estaba manteniendo paralelamente con Rusia, Bielorrusia y Kazajstán.

[113] Conviene subrayar que la corrupción es la constitución real de Ucrania desde su independencia en 1991, y no es por tanto algo privativo del gobierno Yanukovich. Carente de toda tradición estatal – Ucrania jamás fue independiente antes de 1991 – el elemento vertebrador del país son los clanes de hombres de negocios (los“oligarcas”). Ejemplo sobresaliente de la corrupción ucraniana es Yulia Timoshenko, la multimillonaria heroína de la “revolución naranja” (también conocida como “la Princesa del gas”), celebrada en occidente como una democrática Juana de Arco.

[114] La colaboración de la CIA con el movimiento neonazi ucraniano tiene una larga historia. Concluida la segunda guerra mundial los restos del Ejército Insurgente Ucraniano de Stefan Bandera (formado durante la ocupación nazi) se convirtió en un instrumento de la agencia norteamericana, que estuvo organizando operaciones de sabotaje en Ucrania hasta finales de los años 1950. En la Ucrania independiente los partidos neofascistas fueron siempre marginales, excepto en la parte occidental de Galitzia, la zona más antirrusa de Europa. En las elecciones locales de 2009 el partido Svoboda (Libertad) obtuvo notables resultados en esa zona. La peculiaridad de los ultras ucranianos es su odio a Rusia, su hiperactivismo y su militarización. Dos meses antes del Maidán, 86 activistas neonazis de Pravy Sektor recibieron entrenamiento en instalaciones policiales en Polonia, según reveló la revista polaca NIE.

[115] Semanas después de estos sucesos se divulgaba en Internet la grabación de una conversación telefónica entre la Alta Representante de la UE, Sra. Ashton, y el Ministro de Asuntos Exteriores de Estonia, Urmas Paet, en la cuál éste señalaba (citando fuentes médicas sobre el terreno) que el nuevo gobierno no estaba interesado en investigar los asesinatos y que todo apuntaba a que los autores de los disparos estaban vinculados a la oposición. http://www.youtube.com/watch?v=kkC4Z67QuC0.
Diversas investigaciones independientes corroboraron posteriormente esta hipótesis. Desde entonces, en los medios mainstrem occidentales un espeso silencio rodea a estos sucesos, mientras que el gobierno ucraniano y Rusia siguen acusándose mutuamente de la matanza. Las causas del derribo del avión de las líneas aéreas de Malasia, en julio 2014, continúan también sumidas en la confusión.

[116] En su famosa conversación telefónica (Fuck the European Union!) difundida en Internet la Vicesecretaria de Estado Nuland dictaba a su Embajador en Kiev, días antes de la caída de Yanukovich, el nombre del próximo Primer Ministro ucraniano: Arseni Yatseniuk, un veterano de la banca anglosajona. En mayo de 2014 el oligarca Poroshenko ganaba unas elecciones presidenciales celebradas en un clima de violencia, con una abstención cerca del 60%. Apenas un 20% de electores inscritos votó por el nuevo Presidente. El gobierno formado por Yatseniuk en diciembre 2014 cuenta con tres extranjeros: una norteamericana, un lituano y un georgiano-norteamericano, reclutados en un casting controlado por la Fundación Soros. En la región de Odessa – de fuerte sentimiento prorruso – Mikhail Saakhasvili, el antiguo peón de los Estados Unidos en Georgia, fue nombrado gobernador en mayo 2015.

[117] Rafael Poch, «El kaganato de Kiev y otras historias».

[118] El analista Martin Sieff, colaborador de The Globalist, lo expresa del siguiente modo: “ Es una decisión catastrófica, revolucionaria. Contiene implicaciones mucho más peligrosas de lo que nadie en Estados Unidos o en Europa Occidental parece dispuesto a reconocer. Está situando a la Unión Europea y a los Estados Unidos en el bando del caos revolucionario y del desorden no solamente en otros países del mundo, sino también en el corazón de Europa. (…) Las mismas fuerzas que intentan romper Ucrania son las mismas que intentan desestabilizar otras naciones europeas. Si las sublevaciones callejeras hubieran tenido lugar en España, Francia, Italia o Gran Bretaña, Europa no estaría alentando a las fuerzas de la destrucción. Entonces, ¿por qué lo hacen en Ucrania? Martin Sieff, Entrevista en RT, 21 de febrero 2014. http://rt.com/op-edge/us-blaming-ukraine-violence-catastrophic-012/

[119] Cabe subrayar que, a diferencia de Crimea, en Kosovo la independencia se decidió en 2008 tras una limpieza étnica, por un Parlamento dominado por albaneses y sin referéndum ni consulta a la población.

[120] Elemento determinante de la sublevación del Este de Ucrania fue la decisión de las nuevas autoridades de prohibir el idioma ruso, en un país en que es hablado por el 70% de la población. La medida fue derogada días más tarde (bajo presión occidental) pero el efecto causado entre la población local fue irreversible.

[121] En el “ Pacto de Munich” en 1938, las democracias occidentales cedieron ante las pretensiones de Hitler de anexionarse el territorio de los sudetes en Checoslovaquia, en un vano intento de evitar la guerra. Un ejemplo de letanía tremendista: Hermann Tertscht en este artículo de ABC.


Notas VIII

[122] Nikita Mikhalkov, Manifiesto del conservadurismo ilustrado. Citado en: Fiona Hill, Clifford G. Gaddy, Mr. Putin, Operative in the Kremlin. Brookings Institution Press, 2013, Kindle Edition.

[123] Frédéric Pons, Poutine, Calmann-Lévy 2014, Edición kindle.

[124] Citado en: Frédéric Pons, Poutine, Calmann-Lévy 2014, Edición kindle.

[125] No pocos periodistas, con característica ignorancia, se empeñan en hacer del neo-eurasista Alexander Duguin una especie de “Rasputín del Kremlin”, algo que no tiene nada que ver con la realidad. Alexander Duguin fue expulsado en 2014 de su plaza de profesor en la Universidad de Moscú, tras una campaña de los medios liberales rusos por sus opiniones sobre la crisis de Ucrania (consideradas como “extremistas”).

[126] Vladimir Putin: Alocución en el Foro Internacional de Valdai, 19 de septiembre 2013.

[127] Citado en: Frédéric Pons, Poutine, Calmann-Lévy 2014, Edición kindle.

[128] En una carta abierta dirigida a los americanos, fechada en septiembre 2013 – en el contexto de la guerra de Siria – Putin señalaba: “es extremadamente peligroso animar a los pueblos a verse a sí mismos como excepcionales. Hay países grandes y países pequeños, ricos y pobres, los hay con grandes tradiciones democráticas y otros que buscan su camino hacia la democracia. Sus políticas son también diferentes. Todos somos diferentes, pero cuando solicitamos las bendiciones del Señor, no debemos olvidar que Dios nos creó iguales”.

[129] El soft power occidental se afana en mitologías victimarias, tales como la persecución de los gays o el escándalo de Pussy Riot en la catedral de Moscú. Lo cierto es que los homosexuales – cualquiera que sea la percepción social sobre ellos – ni son perseguidos ni están en Rusia legalmente discriminados. La prohibición del “día del orgullo gay” responde al objetivo de evitar altercados, dado que numeroso público rechaza este evento por “exhibicionista”. La prohibición en 2013 de la “propaganda homosexual” en las escuelas es respaldada por la abrumadora mayoría de la población.

[130] La corrupción sigue siendo en Rusia una asignatura pendiente. La tolerancia ante la corrupción es una herencia de la época soviética: una época en la que la economía negra era la conomía real del país y en la que las prácticas corruptas se consideraban una legítima defensa frente al Estado. Esa lacra se multiplicó en los años 1990: la era del “capitalismo de casino” y caos social. La corrupción es un rasgo típico de una economía capitalista en fase de despegue (época de los “robber barons” en Estados Unidos, en el siglo XIX).

[131] Frédéric Pons, Poutine, Calmann-Lévy 2014, Edición kindle.Cabe señalar que el porcentaje de usuarios de Internet en Rusia es uno de los más altos del mundo. Los medios y blogosfera de oposición son particularmente activos y las posibilidades de acceso a todo tipo de opiniones son por tanto ilimitadas. Cuestión diferente es la legislación de 2012 y 2015 que permite monitorizar las actividades de las ONGs financiadas desde el exterior (fundamentalmente desde los Estados Unidos), calificadas como “agentes extranjeros”. Una medida tomada en el contexto de la guerra de soft power y de “revoluciones de colores”, en las que las mencionadas organizaciones suelen ser el instrumento de agit-prop.

[132] Vladimir Putin: Alocución en el Foro Internacional de Valdai, 19 de septiembre 2013.

[133] La crisis en Ucrania ha sido ocasión de poner a prueba las estrategias de influencia y conquista de las percepciones desarrolladas por el soft power ruso. El éxito de la cadena televisiva RT en muchas partes del mundo se explica al haber llenado este medio un vacío: la demanda por una visión alternativa al cuasi-monopolio de las cadenas occidentales y a su discurso neoliberal. Es de subrayar que el soft power ruso suele ofrecer la palabra a muchas voces disidentes que, en Europa y en América, se encuentran sistemáticamente marginadas.

[134] Básicamente: los conflictos de Abjazia y Osetia del Sur entre Rusia y Georgia, y el conflicto de Transdnistria entre Rusia y Moldavia. En el momento de escribir estas líneas, el territorio ucraniano del Donbass está en vías de devenir otro conflicto congelado.

[135] http://sputniknews.com/analysis/20101126/161501703.html

[136] Alexander Duguin, Putin versus Putin. Vladimir Putin viewed from the right. Arktos 2014. Edición Kindle.

[137] Alain de Benoist, Le tournant?, en Éléments pour la civilisation européenne. Janvier-mars 2015 nº 154, pag.3.

[138] Encuesta del Centro Levada en junio 2015. El Centro Levada es la agencia demoscópica independiente más prestigiosa de Rusia. http://russia-insider.com/en/politics/putins-approval-rating-soars-89-percent/ri8299

[139] Pyotr Romanov: The West doesn’t understand Russians. En The Moscow Times, 8 de diciembre 2014.

[140] George Friedman, 3 de febrero 2015, alocución ante el Consejo de Relaciones Exteriores de Chicago. La Agencia Strafor es una entidad privada de asesoramiento de la administración norteamericana, considerada por muchos como una “CIA en la sombra”. http://www.entrefilets.com/Quand%20l_Empire_tombe_le_masque.html

[141] Jean-Michel Vernochet, Manifeste pour une Europe des peuples, Éditions du Rouvre 2007.

Fuente: El Manifiesto V, VI, VII, VIII.

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